Jorge Raad


Los hechos acaecidos desde hace décadas demuestran fehacientemente que la violencia es un fenómeno que ha comprometido todos los ámbitos en que se desenvuelven colombianos. Esta es una verdad reconocida y aplastante que equivale a un hecho definitivamente vergonzoso que no puede ser negado por quien tenga la conciencia y el valor de admitir lo que sucede reiteradamente. Recientemente el país se escandalizó con la muerte de un niño producida por sus compañeros, por razones que no pueden ser aceptadas en una sociedad tolerante y digna de compartir con otros seres humanos los trayectos de vida que a cada quien le corresponden.
La muerte violenta no puede tener ningún argumento a favor, inclusive en donde existe la pena de muerte, porque se castiga con el método de apelar de alguna manera a la Ley del Talión, que sigue siendo un proceso bárbaro en una época como la presente.
La muerte es el peor resultado de la violencia, aunque algunos creen que el secuestro ocupa este escalafón, por cuanto quien es retenido contra su voluntad sufre severos disturbios, a lo que hay que decir que la vida es el más preciado bien que tienen los humanos, así ésta sea infrahumana, solo hay que observar alrededor, por culpa de la misma sociedad. La costumbre no exonera la culpa.
Los hechos indicadores de violencia son tantos y la lista enunciándolos es tan larga que se necesitarían páginas enteras para plasmarlos en un periódico. Como se sabe unos son evidentes y otros tan sutiles que no permiten identificarlos y además pueden parecer lo contrario. ¡Vaya paradoja!
Ahora todos hablan y escriben sobre los matones y matonas, mostrando evidencias aterradoras de sus acciones. ¿En qué época de la existencia humana no han existido aquellos que demuestran este defecto para con los demás? La respuesta es obvia, pero no por ello es justificable y mucho menos digna de imitar en cualquier escala.
De una u otra manera, cada uno de los seres humanos que han habitado el territorio que hoy ocupa Colombia, en los últimos 600 años, para no ir más atrás, han sido al menos testigo de una acción violenta, sin contar en la que participa como victimario, consciente o inconscientemente, o simplemente como víctima. Se está consignando lo que sucede una vez, pero hay muchos casos en donde la agresión es múltiple, para evitar decir que toda la vida ha sido de sufrimiento físico, psíquico o moral.
El problema no se combate con leyes, aunque pueden ayudar en algo especialmente en el castigo ante los hechos de agresión injustificada y comprobada. ¡Otra paradoja, tratar castigo con castigo! La justificada queda bajo la égida de la defensa propia, de los suyos o de sus cosas, consignada en las leyes que regulan las actividades de los humanos.
¿Alguien puede afirmar sin dudar que no ha sido agredido de alguna forma durante su vida? La respuesta es no. Pero tampoco es un argumento válido para emprender la revancha.
Definitivamente en las enseñanzas del hogar comienza la preparación del humano para eliminar la tendencia, según el psiquiatra Hernán Calderón Ocampo, a dañar la convivencia a través de expresiones de agresión-violencia, entendida la violencia como la agresión puesta al servicio del daño. Siguen los jardines, colegios o escuelas y posteriormente toda la armazón educativa. Finalizando con la autoformación obligada de la sociedad. Los sociópatas están aparte.
Padres, profesores, directivos y superiores jerárquicos tienen el deber de formar en contra de la violencia, de cualquier tipo, y la exigencia de no permitir los actos individuales o colectivos que atenten contra los demás. ¡Ah, e investigar!
Aterran los linchamientos, de cualquier orden, que hoy se permiten o no se identifican a tiempo. El planeta tiene que estar exento de matones o quienes hagan sus veces, hombres o mujeres. Es deber de todos combatirlos. La palabra eliminarlos, tiene otras connotaciones.
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