Eduardo García A.


Cientos de cadáveres yacen en ataúdes en Lampedusa, la isla italiana por donde tratan de llegar todos los inmigrantes que huyen de las guerras africanas, subsaharianas, norafricanas y del Oriente Medio, en especial de Siria, Libia y Túnez.
Impotentes, muchos de los trabajadores humanitarios que han hecho hasta lo imposible para prevenir la tragedia, lloran en las playas donde hasta hace poco se apilaban las pequeñas embarcaciones que con suerte habían logrado llegar a salvo con su carga humana a bordo. Muchas veces los pequeños barcos tambaleantes son acompañados por otras embarcaciones humanitarias modestas que orientan a los viajeros para que, casi sin respirar, sin aliento, hagan posible el milagro de tocar tierra sin tragedia.
Los inmigrantes vienen de todos los países de África y Oriente Medio que huyen de las guerras religiosas y la miseria. Todos los días embarcaciones muy precarias atraviesan el Mediterráneo repletas de familias que se hacinan en los camarotes cuando los hay y en la cubierta casi siempre, mientras se tambalean sobre el oleaje en la noche helada. Allí orinan, defecan, vomitan. Desde hace años miles de naves bíblicas intentan lo imposible y con frecuencia se hunden con su carga a bordo ante la indiferencia del mundo.
Lo mismo ocurrió hace tiempo con los boat people camboyanos o los migrantes cubanos que huían del paraíso y morían antes de llegar a Miami. Lo mismo ocurre en las costas de España, donde miles y miles de emigrantes jóvenes africanos y árabes prueban suerte y tratan de llegar a Europa vía la vieja España, que en otras épocas fue mitad árabe e islamista.
Pero ahora la tragedia de Lampedusa aumentó con un balance de 359 muertos en un solo naufragio, en su mayoría eritreos, que se habría evitado si las organizaciones gubernamentales mundiales hubiesen instalado en serio a lo largo de la rutas marítimas grandes barcos vigilantes para prevenir ese tipo de tragedias, que, como es de esperarse, seguirán repitiéndose para alimentar la máquina trituradora de noticias.
Con todos los adminículos de la impresionante tecnología bélica de las potencias mundiales se hubiera podido seguir el paso del barco metro a metro y segundo a segundo y rescatar a quienes iban allí adentro. Pero esa tecnología infalible de aviones sin piloto, satélites geolocalizadores, escáners, aparatos meteorológicos, detectores marinos, helicópteros, gigantescos portaaviones, solo es utilizada masivamente para las guerras, como la que destruyó a Libia y a su líder Kadhafi con bombardeos implacables.
Esa guerra inútil practicada en Libia para alimentar la megalomanía de algún presidente europeo ya olvidado, creó otras guerras como la de Malí e incitó a la radicalización creciente de una juventud sin destino que no encuentra más camino que el martirio en las redes del fanatismo religioso. Los desiertos de la zona donde viven los tuareg están ahora infestados de armas y de todos los frustrados del khadafismo o de quienes no estaban de acuerdo con que se impusiera un gobierno en ese país a punta de bombas con la única finalidad de
apoderarse de su petróleo y el subsuelo minero.
Esa tecnología increíble ya fue utilizada en la guerra de Irak, que hizo la familia petrolera de los Bush bajo el pretexto de que había armas de destrucción masiva, causando un genocidio y sembrando el odio entre los jóvenes árabes y la división de las sectas que se matan unas a otras día a día, como chiitas y sunitas, enemigos jurados por matices teológicos.
Todas esas guerras injustas practicadas por Occidente en esas zonas han despertado y alimentado el terrorismo de Al Qaida y otras sectas que se nutren de kamikazes suicidas listos a ofrendar sus vidas para llegar al paraíso en pos de bellas huríes de sueño, prometidas por los sacerdotes que los mandan al sacrificio. El martirio se ha vuelto la ley y el destino de varias generaciones de fanáticos. Es la gloria de los descamisados.
Ahora en Lampedusa no se trata solo de miserables jóvenes que huyen de la falta de oportunidades de los países del norte del África y del África subsahariana, sino familias enteras de clase media que abandonan Siria, Irak o Libia para salvar el pellejo de una muerte ineluctable.
Madres, niños, abuelas, abuelos, enfermos, todos ellos hacinados en esas embarcaciones frágiles que se bambolean sobre el oleaje y al interior de los cuales nadie se mueve, porque un simple gesto puede hacer inclinar la nave hacia el desastre. Los cadáveres que sacaban los rescatistas como si fueran peces, son la prueba dolorosa de esta tragedia que ocurre en las puertas de Europa.
El éxodo es el fruto de las guerras y las intrigas coloniales occidentales en esa zona estratégica, que las potencias quieren controlar a toda costa porque es la encrucijada de los gasoductos y los oleoductos del futuro, vitales para Occidente, Rusia y China y los países emergentes.
Ya desde los tiempos de Lawrence de Arabia en los años 20, cuando Inglaterra y Francia se repartían la zona engañando a los árabes con el señuelo de nacionalismos falsos, las grandes potencias habían levantado los fantasmas de un Frankenstein geopolítico. Basta leer las páginas de ese extraordinario libro que es "Los sietes pilares de la sabiduría" para entender que lo que ocurre hoy es solo la continuación de esos acontecimientos que han enlutado la península árabe, los lugares bíblicos del Oriente Medio y toda la compleja zona del norte de África, que alguna vez fue parte del Imperio Romano.
Las primaveras árabes, el conflicto en Egipto, la intolerancia israelí y palestina, la guerra de Siria -donde gobierno y supuestos "rebeldes" siembran la muerte-, las tensiones con Irán y Turquía, la zozobra iraquí, la inestabilidad en el Cuerno de África, así como en el África subsahariana y el Magreb, la guerra en Afganistán y la explosividad paquistaní, son síntomas de un conflicto que puede
crecer y convertirse en otra nueva guerra mundial. Los que huyen hacia Europa desde esas zonas minadas nos lo dicen con sus gritos y su tragedia.
Lampedusa es la tierra prometida de quienes huyen de las sangrientas tierras prometidas bíblicas de hace milenios.
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