Óscar Dominguez


Fácilmente caí en la tentación de escribir sobre Yiya, nuestra fallecida mascota, por invitación del zipaquireño Gustavo Castro Caycedo para su bello libro "Historias humanas de perros y gatos", lanzado hace poco:
Yiya, la French Poodle que nos acompañó durante quince años, me entró por los pies. Un domingo cualquiera, mientras desayunaba después de algún recreo etílico, sentí una caricia en el sitio donde los humanos solemos llevar los dedos del primer piso.
Me asomé por debajo de la mesa y me encontré con la sorpresa de una ráfaga blanca, una cachorrita de días de nacida.
Yiya se metió en casa a mis espaldas. Nunca fui consultado. Jamás habíamos tenido mascota pero desde ese momento se produjo amor a primera vista. Este tsunami con pelos nos flechó desde el vamos.
Luego empezó a seguirme por toda la casa. Los perrólogos -Freud caninos- nos explicaron que el aristocrático French Poodle tiene cierta propensión al arribismo, y le da prelación al macho alfa doméstico. Asume que es el que tiene el poder.
Muy pocos perros del vecindario probaron sus mieles porque sus verdaderas mascotas -nosotros- controlábamos sus devaneos sexuales. Perdón, querida Yiya.
Democrática en el sexo, era capaz de arrancar con el que dijera pago. Mientras menos pedigrí tuviera el "mísero can", más se le alborotaba la libido en sus hervores.
Para nosotros Yiya fue más taquillera que el perrito de la Víctor y que Uggi, el perro de la película El Artista, ganadora del Óscar.
Aprendimos mucho de solidaridad, fidelidad, entrega, desinterés. Nos presentaba permanentes y respetuosos pliegos de peticiones con su colita, tempranamente mutilada por prosaicas razones de coquetería. Vanidad, Yiya te llamaría.
Cuando se le alborotaba el romanticismo, le ladraba a la luna, como los perros del poeta Silva. Otras veces los ladridos eran en protesta por lo que consideraba infame invasión de su territorio por parte de algún anónimo integrante del directorio telefónico.
No pocas veces ladró ante la sospecha de que los ladrones rondaban en predios de nuestra inexistente caja fuerte.
Tuvo tiempo de hacernos quedar mal a sus jíbaros (proveedores) de concentrado: quedábamos como un zapato oliendo en partes pudendas a las visitas que iban llegando a compartir nuestra mesa.
Hicimos muchos amigos por cuenta suya. Pero esas "amistades" solo nos saludaban cuando estábamos con ella. De resto, simplemente no existíamos.
Con Yiya no solía haber un sí ni un tampoco. Salvo cuando se daba cuenta de que en la salida no estaba incluido su eterno canino. Entonces se asilaba en un rincón, con pinta de rey destronado. Nos hizo reversar decenas de decisiones.
Nos conmovía aurículas y ventrículos cuando había que llevarla a una guardería para perros. Era como dejar parte de nosotros. En ese momento, nos detestaba nada cordialmente.
Pero tenía la virtud de Greta Garbo: buena salud y mala memoria. Se olvidaba del desplante tan pronto nos veía. Entonces retomábamos el hilo, cual amantes reconciliados.
Fue inmortal mientras estuvo viva. Finalmente, debido a sus achaques, decidimos que era mejor enviarla "al infinito de los párpados cerrados" por la vía rápida de la eutanasia. Nunca la remplazamos.
Con gusto habríamos regalado su cuerpo a la ciencia para que los sabuesos de Harvard investigaran dónde queda, de qué manera se forma la lealtad y cómo se clona, a ver si mejoramos quienes nos desplazamos "bípedamente" por la vida.
Eso sí, no acepto reencarnación que no la incluya. Yiya fue un ser humano que se las dio de perro.
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