José Jaramillo


En la proliferación de iglesias de variadas denominaciones, que abundan en pueblos y ciudades, unas en modestos locales -las llamadas “de garaje”- y otras en imponentes edificios, hay motivos suficientes para pensar muchas cosas. “Mi Dios me perdone si juzgo mal”, como dicen las señoras piadosas, pero algo huele mal. Fernando Londoño Hoyos, cuando fue ministro del Interior y de Justicia, con ser tan conservador y religioso como es, se atrevió a decir que detrás de esas iglesias, y sus millonarias inversiones, había un monumental lavado de dinero. Lo que es fácil de explicar, dado que las iglesias, debidamente reconocidas por el Estado, son exentas de impuestos. Sobre ese tema hay un antecedente, contado por el escritor y periodista británico Larry Collins, en su libro “En nombre de Dios”, según el cual la Arquidiócesis de New York, la más rica del mundo, para ayudarle a un político a financiar su campaña con dinero mafioso, recibía una donación de 100 mil dólares y expedía el recibo por un millón.
Y, además de lavado también enriquecimiento ilícito, porque los líderes, pastores o clérigos de esa gama de creencias religiosas tienen una rara habilidad para convencer a sus feligreses de que les entreguen todos sus bienes, como una manera de alcanzar el cielo, con más o menos privilegios, de acuerdo con el monto de los patrimonios transferidos. Ellos se las ingenian para lavarles el cerebro a los incautos, cuando logran fanatizarlos y ablandarlos, y hacer con ellos lo que quieran, como quien hace muñecos con una pelota de plastilina.
A lo anterior hay que agregar otro aspecto más preocupante aún, que es la corrupción y el tráfico sexual, del que dan cuanta las autoridades judiciales de varios países, cuando los “pastores de almas” pastorean también los cuerpos de las feligresas más agraciadas, o de los niños, abusando de la influencia que tienen sobre ellos. Algo parecido a lo que hacía Rasputín, “el monje loco” de la Rusia imperial, con las muchachas campesinas, a las que les sacaba los demonios, cuando les daban ataques de histeria y él se encerraba con ellas para exorcizarlas. De la terapia salían los dos: Rasputín y la paciente, con una sonrisa de oreja a oreja y entonces los familiares de la muchacha exclamaban: ¡milagro!, y así crecía la fama del “milagroso”, al punto que trasladó su consultorio a Moscú y no se vaciaba. A él acudían incluso las damas de la aristocracia, porque Rasputín en ese sentido era muy democrático y no discriminaba a las mujeres a las que les hacía el “tratamiento”, por su “condición social, política, económica o religiosa”, como dicen los demagogos en sus arengas, sino que les jalaba por parejo.
Lo que puede llamarse el supermercado religioso ha crecido de tal manera que se quedaron atrás las droguerías de cadena y las ventas de chance. En una misma cuadra de cualquier barrio puede haber varias iglesias, de diferentes denominaciones, pero con idénticos objetivos.
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