Andrés Felipe Betancourth


Desde las palomas pintadas en las calles en la época de Belisario Betancur -o quizá desde antes- la paz ha sido, más que un anhelo, una promesa de los habitantes de la Casa de Nariño. Obviamente un compromiso de tal calado no puede corresponder a una sola persona, independiente de su dignidad. Sin duda tiene que ser un compromiso de Nación, y sobre todo, de plazos más largos que los de un período de gobierno. Como lo dijo en su columna de esta semana María Carolina Giraldo: "La paz se alcanza en el post conflicto, mediante la garantía de no repetición de los actos violentos".
Y como los actos violentos no son responsabilidad exclusiva de los jefes de gobierno, su erradicación no puede depender únicamente de ellos, es un asunto de todos. Por eso no se equivoca Feliciano Valencia cuando luce su camiseta con la frase "La llave de la paz también es nuestra". Tampoco se equivoca César López, el músico bogotano, cuando pregona con su trabajo que "Toda bala es perdida".
Sí se equivoca la mayoría de un pueblo que clama por la sangre de los delincuentes, cuando lo que hay que erradicar es el delito. Se equivoca un Estado que exhibe cadáveres como trofeos, ignorando que ya los muertos no sirven de escarmiento. Se equivoca la gran mayoría que rechazó la postulación al Nobel de Paz para Piedad Córdoba, al no separar las diferencias respecto de lo ideológico y el significado de las labores humanitarias y de solidaridad con las víctimas. Nos estamos equivocando. Y lo hacemos cuando el odio fluye en sus múltiples expresiones. Como se odia por estos días a un alcalde que propone mirar como seres humanos a los adictos a las drogas. Quizá porque se odia a su vez a los adictos, más que a las drogas.
Tampoco puede pedirse amor por quienes esperan para delinquir apostados en las esquinas o camuflados en los montes. Pero quizá no haya que mirar muy lejos para encontrar en nuestras propias familias a un adicto que requiere una alternativa, como quizá puede ser la que propone Petro. No propongo la indulgencia. Lo que pretendo señalar es que quizá en cada persona que odiamos, sea adicto, indígena, soldado, político, homosexual… distinto… hay algo o mucho de nosotros mismos. Y mientras nos odiemos, estará la paz distante.
De poco han valido las palomas pintadas de hace 30 años, las banderitas blancas de hace 10 y las marchas de hace tres o cuatro. Tampoco servirá de mucho la llave que nuestro presidente dice guardar en su bolsillo, mientras cada uno guarde con celo su propia cerradura.
Como sociedad, deberíamos aprender a leer mejor las señales que algunos grupos sociales (marginados generalmente) nos dan como expresión de rechazo a una guerra -diversa, multiforme y virulenta- que nadie está ganando. Para fortuna propia y como testimonio de tales señales, conocí hace algunas semanas una iniciativa de un grupo de jóvenes de la Comuna San José. Cansados de odiarse y matarse por el único motivo de vivir arriba o abajo de determinada calle, decidieron organizar un torneo de microfútbol, que ellos mismos llamaron el "Torneo por la Paz". Los apoyaron la Junta de Acción Comunal, los policías del sector y recientemente la Alcaldía de Manizales. No es el gesto desgastado de cambiar armas por balones, es una gesta real por encontrarse, y ver en el otro un semejante.
Ese grupo de muchachos, liderados por "El Caleño", silenciosamente envían un poderoso mensaje: no necesitan enfrentarse, no necesitan odiarse. Parafraseando una canción de mi época: "No necesito tu guerra civil… al fin y al cabo… ¿qué tanto hay de civil en una guerra?" (Civil War – Guns N’ Roses, 1990).
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