José Jaramillo


Como "la esperanza es lo último que se pierde", la que ya teníamos los colombianos alicaída y marchita parece reanimarse con los anuncios de que, desde hace varios meses, más exactamente desde el inicio del gobierno del presidente Santos, se han celebrado encuentros con los grupos subversivos, especialmente con las Farc, para buscarle una salida política al conflicto armado. Esa esperanza está mejor sustentada cuando el mandatario de los colombianos es un hombre de estructura liberal, sin pretensiones mesiánicas, con temperamento reposado y convencido de que "si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él", como reza un proverbio, tan viejo como la política misma. El ideal hubiera sido que las conversaciones de los delegados del gobierno con los representantes de la guerrilla se mantuvieran en secreto, entre otras cosas para no alborotar el "opinadero", que confunde más que ayudar. El periodismo, como el agua, se filtra por todas partes para revelar secretos, muchas veces sin calcular el daño que puede hacer, pero la libertad de prensa es un derecho sagrado, que en nuestro país se respeta sin restricciones. Situaciones tan delicadas como negociar con unos terroristas prepotentes, fortalecidos económicamente, con una jerarquía bien fundamentada e infiltrados en todos los espacios de la sociedad, en medio de intereses de variada índole, requiere de pulso de relojero, que confiamos en que el gobierno Santos lo tenga.
Quienes no hemos conocido la paz, porque pertenecemos a la que tristemente se ha llamado "generación de la violencia", no renunciamos a vivir en una Colombia pacífica, así sea unos pocos días. Pero lo que más anhelamos es que nuestros descendientes pueden disfrutar de las maravillas de esta patria, que cuenta con todos los recursos para ser próspera, aunque esté pendiente de tragarse lo más que pueda el "capitalismo salvaje", lo que es administrativamente manejable, para que los pulpos permitan el equilibrio social, porque, siendo igual de insensibles a los jefes guerrilleros, por lo menos están desarmados. Y tienen representantes que entienden que sacar a los pobres de su condición es negocio, porque se les mejora la capacidad de comprar bienes de capital y de consumo, y hasta de ahorrar.
Si se mira el panorama universal, desde el otero de los años, cuando se conoce la historia, no se entiende cómo pueblos de culturas milenarias insisten en la violencia. Mírese, no más, el Medio Oriente, donde nació el cristianismo, convertido en un foco permanente de violencia, con gobernantes corruptos, educados en las más encumbradas universidades europeas, que bombardean indiscriminadamente las ciudades de sus países, para mantenerse en el poder sobre los cadáveres de millares de inocentes civiles. De ese fanatismo, gracias a Dios, no padecemos los colombianos, por lo que hay fundadas esperanzas en una paz que le permita al país progresar, explotar sus recursos con equidad y acabar con la pobreza.
Una cosa, sí, es recomendable. Que no le metan mucha gente a las comisiones negociadoras, para que no se vuelvan una torre de Babel. Las viejas matronas decían: "Una sirvienta es una; dos son media y tres son nada".
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