José Jaramillo


El ejercicio de la política requiere de condiciones que no todos tienen. Igual que las ciencias, las matemáticas, el arte, la literatura, la música… En estas disciplinas, no es cuestión de que a alguien le guste una u otra, sino que tenga aptitudes, a partir de las cuales, con práctica y disciplina, puede triunfar o permanecer en los peladeros de la mediocridad. El político nato requiere, antes que todo, de capacidad de liderazgo, de convocatoria, para que potenciales electores crean en sus propuestas y se sumen a su causa. Con ese "principal" se hace cauda política, que etimológicamente quiere decir cola. Eso explica que detrás de los jefes políticos caminen sus prosélitos llevándoles la "cola", como los pajecitos a las novias en los matrimonios elegantes.
El político profesional nunca se retira. Una vez arranca y adquiere el primer cargo de elección popular queda marcado por la política y atornillado a cualquier curul, de la que, en muchos casos, hay que sacarlo con los pies para adelante y encajonado, porque por sus propios medios no la abandona. No importa que los últimos años de su ejercicio no más levante la mano para contestar a lista y apenas se despabile de sus interminables sueños los fines de mes para cobrar la nómina.
Como los aficionados a los toros, que son excelentes lidiadores desde la barrera; y los críticos de arte, que les indican a los artistas cómo deben hacer las cosas que ellos no saben hacer, los políticos de tertulia en tienda esquinera, que jamás se han mojado el fundillo en las turbulentas aguas del ejercicio proselitista, pontifican, pronostican y después de las elecciones, analizando los resultados, sentencian: yo la veía venir así.
Mi inocencia política se probó en la única vez que me dejé tentar, cuando la malograda congresista y exgobernadora del Quindío, Lucelly García de Montoya, logró convencerme de que encabezara una lista de su movimiento liberal disidente, MRL, para el concejo de Circasia, por mis vínculos con esa población donde me crié. Cada fin de semana me iba desde Manizales a presidir reuniones, visitar barrios y saludar viejos amigos, además de conocer jóvenes de quienes tenía que hacerme reconocer por mis vínculos con sus ancestros. Mi principal opositor era Emiliano Londoño Echeverri, liberal oficialista, de quien era entrañable amigo desde los bancos de la Escuela Bolívar y el Colegio Libre.
El día de las elecciones, bajo un "resisterio de sol", como decía mi mamá, me paré en la plaza principal, donde estaban ubicadas todas las mesas de votación, para ofrecerles a los votantes la papeleta con mi nombre y ayudarles a ubicar la mesa que les correspondía. Cuando entraron a la plaza las muchachas de la zona de tolerancia me acerqué a una de ellas, muy zalamero, a conquistar su voto y la respuesta fue demoledora: "Gracias, mijo, pero fue que yo ahora ocho días me acosté con Emiliano y se me quedó con la cédula".
Más tarde me llamaron del directorio para decirme que una señora me había acusado de darle una papeleta que no correspondía al candidato de Lucelly. Revisé los bolsillos de la guayabera, donde tenía los votos, ¡y me los habían cambiado! Milagrosamente saqué 138 votos y, por ahí derecho, me retiré de la política.
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