Hace unos días llegó a mí un testimonio de un señor del que nunca había oído hablar; es la historia de su secuestro. Como respeto el criterio de la persona que me lo recomendó, lo recibí y planeé verlo ese fin de semana.
Para secuestros tenemos de sobra en este país, unos con resultados muy dolorosos, otros con desenlaces mejores, pero con secuelas difíciles de superar. Historias transformadoras y bien contadas, como la que narra Ingrid Betancourt en su libro No hay silencio que no termine, que a mí me gustó, me pareció muy bien escrita y me enriqueció desde el punto de vista humano. Entonces ¿por qué escribir una historia sobre un señor que no es de aquí (es mexicano) y ni siquiera es reciente?
Lo que vale la pena compartir de la historia del arquitecto Bosco Gutiérrez es la manera en la que este hombre logró convertir una vivencia tan dura como es la del secuestro en una experiencia espiritual.
Cuando lo secuestraron tenía 33 años, esposa y siete hijos. Era su costumbre asistir a misa en la misma parroquia antes de irse a trabajar; rutina que aprovecharon los delincuentes para raptarlo a la salida de la iglesia. Nunca supo con exactitud quiénes lo secuestraron, pues durante su cautiverio no le dirigían la palabra, así que no pudo distinguir acentos, tampoco ver caras o colores de piel, pues sus captores usaban capuchas al estilo Ku Klux Klan y unos guantes rojos. La comunicación era escrita.
Al inicio de su secuestro lo obligaron a describir con detalle la rutina de su esposa y de cada uno de sus hijos bajo amenaza de muerte, lo que produjo en él un sentimiento de culpa tan grande que pensó en dejarse morir. Pero algunos días después reaccionó y decidió cambiar su estrategia para enfrentar de la mejor manera su cautiverio.
Lo primero que hizo fue escribirse una carta donde plantea su secuestro como un problema familiar en el que le asigna roles a cada uno de sus parientes; se imagina a su esposa y a sus hijos rezando por él, a sus hermanos llevando a cabo las negociaciones para liberarlo y él con el papel principal; cuidarse a sí mismo lo mejor posible para salir vivo de allí. A pesar de no tener un reloj y, a veces, en total oscuridad, lo cual no le permitía tener un sentido claro del paso del tiempo, creó una rutina que siguió estrictamente. Negoció con sus secuestradores que le fueran suministradas comidas saludables, implementó una rutina de tres horas de ejercicio diario y lectura de la Biblia, que fue el libro que escogió, dos veces al día. Hizo de su lugar de cautiverio un espacio digno y de la oración su aliada para dominar a “la loca” (su mente) cuando el pesimismo y el miedo lo atacaban. También usó sus horas de ocio para crear estrategias que en un momento dado le pudieran servir para escapar y hasta fabricó una ganzúa con la que, el día menos pensado, abrió la primera puerta que lo condujo a la libertad.
Así es, Bosco Gutiérrez se les voló a sus secuestradores, tras nueve meses de silencio e incertidumbre, pero de profunda transformación. ¿Un milagro? Yo creo que sí, pero un milagro donde este hombre hizo su parte: Física, mental y espiritualmente. La historia de este señor me dejó pensando que los milagros sí existen, pero requieren de nosotros verdaderos cambios. La piedra filosofal que tanto buscaron los alquimistas la encontró Bosco Gutiérrez en su pequeña celda de 1 metro por tres: estaba dentro de él.
Nota: si alguno de los lectores está interesado en ver el testimonio, éste es el enlace: http://youtu.be/tIfhGwddlQ8
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