Camilo Vallejo


Cierto es que al primer partido de fútbol llegamos como se llega a la vida, sin que nadie nos preguntara si queríamos y, sobre todo, sin recordar el momento exacto. Pero aunque ninguno de mi generación se acuerde del día que nos sentaron por primera vez en la tribuna, por allá en los inicios de los noventa, pocos pueden negar que el equipo que se encontraron fue ese que no tenía un nombre fijo y que siempre vestía de blanco.
Un equipo que conservaba la finura que lo había hecho respetable durante su historia; que tenía además el encanto de ser parte de lo mejor del fútbol sin necesidad de ser campeón, pues siempre fue un digno actor de reparto. El estadio Londoño Londoño parecía estar armado a su manera; eran inseparables y su relación se basaba en guardar la única memoria en la que sí fueron protagonistas: el título de 1950.
Todo empezó a cambiar el día que nos despertaron las explosiones. Nos retumbaban en el pecho porque desconfiábamos de ellas. Y no era desacertada nuestra intuición. Desde ese día al viejo Londoño Londoño no lo vimos más. Los mayores ni se escandalizaron, solo nos tranquilizaron diciendo que algo mejor estaba por verse.
Apareció entonces el Palogrande. Un extraño que de entrada no logró espantar la finura ni el encanto, pues éstos subsistían en los pies de estrellas que tampoco fueron campeones. El hechizo pasó de Córdoba, Santoya, Caicedo y Quiñónez, a Vieira, Miguel Asprilla, Giovanni Hernández, y a los menos brillantes como Jair Abonía y Alonso Alcíbar.
Pero es que a ese estadio nuevo solo le faltaba el año 98, y le llegó. Nuestro fútbol nunca fue igual y la finura cogió vuelo. Pasamos de ser una oruga prudente y precisa a ser una polilla atrevida y hambrienta. Congo, Galván, Valentierra, Henao, fueron futbolistas que salieron de ningún lado, que jugaban casi a un solo toque y hacían los cambios de ritmo más mortíferos. Rompimos el récord de puntos en la tabla y llegamos a la final; sin embargo, quizás porque el encanto no se había ido del todo, no fuimos campeones, solo actores de reparto como siempre.
Nos alcanzó para ir al año siguiente a La Libertadores por primera vez. Jugamos como nunca y le metimos cuatro goles a un River Plate que solo conocíamos por los cuentos de hadas. Ese fue el mejor partido de nuestra historia. De ahí vendimos un jugador al Real Madrid y nos dimos el lujo de tasarlo en millones de dólares. Cuando abrimos los ojos poco quedaba de ese equipo blanco de principios de la década. El encanto se diluía y dejaba un grupo que figuraba, que creía aguantar contra el resto del mundo; un mediano con alma de grande. Cambió tanto que hasta ya tenía nombre fijo: Once Caldas.
Jugamos otra Libertadores en el 2002 como si fuera costumbre y fuimos campeones del torneo colombiano en el 2003 -después de 53 años- porque ahí sí del tal encanto no quedaba nada. Quizás por eso también se logró lo impensable en el 2004, ganar la Libertadores; algo que, para resumirlo de algún modo, no fue más que un triunfo lógico para un equipo que había decidido, con todas sus fuerzas, dejar de ser lo que había sido.
Desde ese día la blanca embriaguez estuvo completa. Más aún con otros títulos nacionales que llegaron en el 2009 y el 2010, como si fueran una consecuencia obvia. Embebidos en nuestra vanidad iniciamos una fiesta que nunca paramos. Eso nos hizo más conformistas que hinchas, creyendo que ya lo habíamos visto todo, mientras que los dirigentes solo pensaban en hacerse ricos con el fútbol. Al final hasta los políticos tuvieron su mejor época para hacer lo que quisieran con la ciudad. Andábamos ocupados tocando el cielo.
Pero rápido llegó el momento de pagar la cuenta de la fiesta. Los millones que habíamos ganado ahora se los debíamos a todo el mundo: al Estado, a los jugadores. Terminamos jugando en una ciudad desfalcada, sin inferiores, con un equipo de tres o cuatro futbolistas, un par de vagos y un ejército de jóvenes que se regalan por tres pesos.
Así que hoy, cuando insisten en que nada pasa, que la blanca embriaguez puede continuar, sabemos que pronto nos van a dejar de alcahuetear. Quizás el blanco hasta desaparezca como desapareció el Londoño Londoño. Por ahora seguimos descubriendo que el problema no fue decidir ser grandes, fue hacerlo por hacerlo, justo de la manera equivocada y sin saber para qué.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015