Jorge Raad


La frase se escuchaba con mucha frecuencia entre los colombianos que vivieron en la primera mitad del siglo XX. Indicaba la estrecha relación del ahijado con la persona que asumió el compromiso de reemplazar a los padres en su ausencia, y también en su presencia. Esa vinculación era sagrada por lo inviolable e indisoluble, no necesitaban cursos previos, a través del tiempo y mientras viviera uno de los dos. Por la fuerza de la figura masculina en los ancestros, la madrina, con iguales deberes, pasaba a un segundo plano pero era una extraordinaria intercesora a favor del menor, o del adulto.
Pedir la bendición significaba muchas veces inclinarse y recibir las palabras de renovación del compromiso o consejos o apoyo hasta en lo material, ante la solicitud expresa de quien recurría a su padrino, o, ver cómo la señal de la cruz, menos que las expresiones anteriores, era hecha por quien se constituía en el compadre, otra figura actualmente en minusvalía comparado con épocas pretéritas.
Tener un padrino era en buen romance una persona que lo respaldaba en todo trance difícil y quien podía convertirse en el primer consejero de la familia. En los momentos felices también era un copartícipe e imprescindible persona que merecía estar dentro de la familia y tenía derecho a conocer de las bienaventuranzas y de las tristezas, las cuales eran más, como verdaderamente es la vida, en donde la felicidad dura menos pero es más intensa que el sufrimiento, al que también ayuda a olvidar.
Todo eso fue cambiando hasta llegar en la actualidad a otras clases de padrinos, -sin olvidar los relacionados con los actos religiosos en donde amigos y familiares hacen los papeles estelares, hasta los de matrimonio, llamados hoy testigos-.
Esos otros padrinos son personas que también están estrechamente enlazados con quienes aceptan el padrinazgo y actúan a favor de sus amparados. Esta relación puede ser política, administrativa, social, económica, laboral o de cualquier actividad que necesite ser representado, por encima de los merecimientos, lo que se convierte en un privilegio porque el padrino tiene un lugar dominante en los sectores que le interesan al apadrinado.
Puede decirse sin riesgo de equivocación que la inmensa mayoría de los colombianos ha acudido en algún momento de su vida a un padrino para lograr diversos objetivos. Esta aseveración no tiene nada de extraordinario, por cuanto ha sido una costumbre que se ha entronizado de una manera insensible y por eso hace parte de la vida de relación de quienes han adoptado este mecanismo de comunicación ante terceros.
La importancia de esta figura llega a desdibujar la amistad o el deber, cuando lo que se busca es una ventaja que no siempre atiende a la norma existente. El mensaje, a veces es muy sutil y en lo cual hay verdaderos estrategas que logran su cometido sin que el destinatario se resienta en lo más mínimo y por el contrario la solicitud, en el mejor de los casos, queda como un aporte a la solución de un problema que puede oscilar de situaciones banales hasta graves.
Arquímedes decía que si le daban una palanca podía mover la tierra. Similarmente, quien tenga un buen padrino y este define como oportuno, conocedor y leal para evitar cruces y malos entendidos que finalmente podrían distorsionar la misión, obtendrá lo que por otros mecanismos no se logra. Los padrinazgos se oponen en muchas oportunidades a los méritos y a la equidad. Sin embargo, el padrino podría ser un importante resaltador de bondades y un inigualable consejero y los consejos se toman o desechan, según las circunstancias.
No todo puede esperarse del padrino. Todos los seres humanos, empleados o no, tienen deberes frente a los demás y no tienen que esperar que se ejerza el padrinazgo para hacer lo que debe hacer en una sociedad justa o que al menos pretenda serlo, porque no todos tienen padrinos para todo y muchas veces ni padrino tienen.
Nota: Definitivamente, si se quieren verdaderas Escuelas de Medicina en Caldas, son necesarios los Hospitales Universitarios.
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