Eduardo García A.


Después de una larga vida de viajes y aventuras, el habitáculo central de Álvaro Mutis fue su camarote biblioteca situado en el transatlántico imaginario de su casa de San Jerónimo, en el sur de la Ciudad de México, allí donde muchos amigos y visitantes fugaces tuvieron la fortuna de encontrarlo a lo largo de las décadas.
Durante múltiples jornadas durante las cuales pude conversar en ese lugar con el autor de Summa de Maqroll el Gaviero al calor de los whiskies, ya fuera en visitas informales, solo o con amigos, o cuando emprendimos las conversaciones que llevaron a la creación y publicación de Celebraciones y otros fantasmas. Una biografía intelectual de Álvaro Mutis (TM Editores, Bogotá, 1993), pude percibir allí los fantasmas literarios que invadían sus días y sus noches y eran para él los seres más preciados, aquellos con los que dialogaba por encima del tiempo en el insomnio de sus viejas catedrales y mares.
Mutis decía con mucha frecuencia que no se consideraba un "intelectual", palabra y actitud que detestaba por sobre todas las cosas, siendo como era un vitalista y viajero preparado para la muerte, hombre que venía de regreso de todas las luminosidades y desastres que conforman la vida de cualquiera.
Los libros para él eran objetos llenos de vida porque expresaban la vitalidad profunda de sus autores, muchos de ellos seres oscuros, fracasados, aplastados por la enfermedad o el olvido, como Baudelaire, Rimbaud, Verlaine y Joë Bousquet, pero de cuyas palabras mana siempre una savia vital devastadora.
Aunque nunca quiso definirse como intelectual, pues se formó en los cafés bohemios bogotanos de los años 40 al lado de figuras como León de Greiff, Luis Cardoza y Aragón, Nicolás Gómez Dávila, Ernesto Volkening, Casimiro
Eiger y Eduardo Carranza, entre otros, fue un lector en el mejor sentido de la palabra y estuvo siempre rodeado de libros, a los que trató con gran amor, acariciándolos, conservándolos o regalándolos a sus amigos para que siguieran su camino iluminador.
Su biblioteca de San Jerónimo fue su centro vital y cuando se abordaba a algún autor o tema, se levantaba y se dirigía a esas estanterías del camarote transatlántico imaginario para alcanzar el ejemplar necesario y encontrar en la página indicada la cita buscada, la dedicatoria sorpresiva, o el aroma milenario.
En su biblioteca se veían fotos o imágenes de Proust en su lecho de muerte, autor a quien consideraba "el más grande novelista de los últimos 150 anos", de Joseph Conrad, Louis Ferdinand Celine, Nicolás II, Paul Valéry, Luis Cardoza y Aragón, una estatuilla del capitán Cuttle de Dickens, su mayor "influencia" literaria decía, Melville, Balzac, George Elliot, Antonio Machado, Pablo Neruda, Gonzalo Rojas, Enrique Molina, entre otros otros muchos autores preferidos.
Mutis era antes que todo un lector y su personaje protagónico Maqroll el Gaviero lo era incluso más en las condiciones inverosímiles y difíciles de su vida errante, cuando deambulaba por ríos, mares, montañas o ciudades, cargado con las memorias del Cardenal de Retz, las cartas del Príncipe de Ligne o la biografía de San Francisco del danés Jögersen, no por lo santo del santo sino por la vida del hombre. Leer era para el nutrimento y tal fue su dicha entre los libros, que compartirlos, intercambiarlos, regalarlos, guardarlos, buscarlos, constituyó una de sus mayores felicidades y no había mayor placer que cuando alguno de sus amigos o conocidos, muchos de ellos jóvenes, descubría a través suyo algún autor extraño, de esos fracasados que nadie recuerda ni conoce en un mundo de vanas famas y leyendas literarias.
Además de los autores de poesía, entre los cuales destacaba en lengua castellana a Rubén Darío y Antonio Machado, y de los de ficción, en especial los franceses del siglo XIX, desde Stendhal a Balzac y desde Dumas a Céline y Malraux, Mutis tenía un lugar muy especial para todo el mundo histórico que lo seducía, obras sobre el imperio bizantino, textos sobre Napoleón y otros héroes, así como los memorialistas Saint Simon, Cardenal de Retz, Giacomo Casanova o Chateaubriand, cuando no François Mauriac o el catalán Josep Pla, entre otras de sus curiosidades.
La literatura en lengua francesa fue su preferida y entre sus autores secretos podría citar algunos que conocí a través suyo como Paul-Jean Toulet, Valéry Larbaud, Joë Bousquet o el martiniqués Edouard Glissant, entre otros muchos, pues tenía con Francia y la literatura francofona, tanto ultramarina como norafricana una especial y profunda amistad. No en vano de niño sus primeras lecturas en Bruselas fueron en francés, lengua que hablaban muy bien su padre diplomático y su madre viajera.
Mutis debe mucho al exilio posterior en la tierra caliente, a los ríos, puertos y mares, cuando tuvo que retornar ya huérfano a su nativa América Latina, pero tal vez es a los transtlánticos de entreguerras, a la soledad del niño que viaja con adultos de un continente a otro en el ocio de aquellos paquebotes, a los que debe su extraña vertiente literaria, un objeto no identificable dentro de la poesía y la prosa latinoamericanas de los últimos cien años.
Como su gran amigo, el cosmopolita Alejandro Rossi, Mutis viajó de niño en los barcos Virgilio y Horacio, "que terminaron trágicamente, uno en un incendio y el otro en la guerra" y por eso de los transatlánticos de la North Deutschland Bremen, la Compañía Italiana de Navegación y de la Hamburg American Linie, proviene ese vaivén permanente de no situarse en ninguna parte y de solo hallar refugio en el camarote imaginario de su libros amados frente al mar.
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