César Montoya


¿Cuántas veces en Colombia se ha izado la bandera de la paz? ¿Cuántas esperanzas han sido estrelladas frente a partes que no ceden, cada una inamovible en sus tesis pétreas, con los oídos sordos frente a una Colombia que demanda a gritos el final para esta guerra fratricida?
Todos los últimos gobiernos, ¡todos! por senderos diversos, han buscado la confraternidad de los colombianos. Hemos pasado del garrote a la zanahoria, los directivos de la guerrilla hicieron turismo por Europa, se creó en el Caguán una república independiente, el país aplaudió la fulminante sentencia ejecutiva de cortar la cabeza de la víbora, murió Tirofijo -su símbolo-, Juan Manuel Santos fue actor decisivo para dar de baja a Raúl Reyes, el Mono Jojoy y Alfonso Cano, han disminuido sus efectivos, y, sin embargo, ahora mismo, hacen demostraciones de un cambio de tácticas que a todos nos sorprenden. Desaparecieron los enfrentamientos masivos por la acción destructiva de pequeños grupos que asaltan, hacen estallar bombas, secuestran, extorsionan y matan. Se financian con el mercado de las drogas.
Es desesperante para la población civil saber que pese a los decenios de esta barbarie, no se ha podido controlar el narcotráfico que surge de lo profundo de la selva. No se detectan todos los cultivos de amapola; se desconocen los corredores por donde llegan los insumos; cómo salen las toneladas de coca cristalizada; ignoramos cómo la embarcan; en dónde están los aeropuertos clandestinos; nadie sabe por cuáles ríos se deslizan sus chalupas; no se han descubierto las caletas en los puertos marítimos; no hay control de las lanchas voladoras; si los violentos viven en las montañas, cómo hacen para construir submarinos y sacarlos al océano; quién sabe por dónde les llega la vitualla; o cómo y dónde venden los alucinógenos; ni cómo reciben los dólares; ni en dónde los convierten en moneda nacional; ni de dónde se surten de botas de caucho para los millares de subversivos; ni en dónde confeccionan la ropa para esa tropa; no han hallado la fuente inagotable de armas mortíferas; dónde las compran; cómo las pagan; por qué caminos secretos las introducen; ni cómo renuevan su equipo humano vinculando niños para esas tareas demenciales. La conclusión es nefasta: el Estado no ha sido capaz de derrotar la sedición.
Es obvio que jamás la guerrilla se tomará el poder, pero una larga y dolorosa experiencia nos lleva a otra desalentadora conclusión: el Estado ha sido y es impotente para liquidarla.
Escúchese bien: ¡ningún gobierno! ¡ninguno! logró concertar la paz definitiva con la guerrilla. Ahora el señor Uribe hace terrorismo psicológico por las patrióticas gestiones que adelanta el presidente Santos para buscar un acuerdo con los rebeldes. Olvida que él (Uribe) solicitó y después oficializó la asesoría del presidente Chávez de Venezuela y facultó a Piedad Córdoba para que actuara como gestora de la reconciliación. El mismo expresidente hizo aproximaciones secretas con los comandos de la Farc, y autorizó que se concretaran encuentros clandestinos con la misma.
Aparece Uribe como enemigo de esa paz que anhelan los colombianos, solo porque es el presidente Santos su nuevo gestor. ¡Cómo es de honda y cerrera la inquina de Uribe contra Santos que nada de lo que éste hace le parece bueno!
Tenemos que prepararnos para una paz que no va a ser gratuita. Otra vez deberá surgir una justicia transicional, cárcel de tiempo reducido para quienes dejen las armas, apertura hacia una democracia renovada, abierta y generosa que les permita readquirir todos sus derechos civiles, garantizarles la posibilidad de ser elegidos y nombrables y no extrañarnos de verlos mañana como personajes representativos en las tres ramas del gobierno. Esa es la realidad pedagógica que nos dejó el M19. Los que actuaron en estas milicias criminales, los que asesinaron a José Raquel Mercado y a Gloria Lara, fueron perdonados, y han sido candidatos presidenciales, ministros, gobernadores y alcaldes de Bogotá. El corazón abierto hizo posible que hoy sean presidentes de sus países (Brasil, Uruguay y El Salvador) quienes eran clandestinos y sangrientos comandantes de fuerzas irregulares.
La paz en 50 años no se ha podido obtener por el sendero de las balas. Esa lamentable realidad hay que asimilarla y actuar en consecuencia. El señor Uribe despotrica contra el actual mandatario porque mueve las fuerzas legítimas del Estado hacia un entendimiento con los alzados en armas. Él lo hizo, valiéndose de Chávez, Piedad Córdoba y del perseguido por la justicia colombiana, señor Luis Carlos Restrepo. ¿Por qué ahora es inválido el concurso de Cuba y Venezuela en esta nueva estrategia? Una memoria rencorosa y una justicia implacable se pueden convertir en murallas insalvables. Solo una amplia capacidad de perdón, hará posible una sólida unidad de los colombianos. Y además, olvido. Sí, perdón y olvido es una medicina imprescindible para lograr la paz.
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