Guillermo O. Sierra


Escribo estas líneas a propósito de los últimos hechos ocurridos en Manizales y que tienen que ver, por un lado, con las actuaciones de algunos hinchas de equipos de fútbol en el país y que dejan con frecuencia heridos, muertos y desastres materiales; y por el otro, por los hechos que afectan a algunos taxistas que sufren violencias de manos criminales y por algunos ciudadanos que han caído en las garras de uno que otro taxista. El asunto, en pocas palabras, tiene que ver con que la inseguridad crea no solo zozobra en la cotidianidad de los ciudadanos, sino que alimenta su propia desesperanza en la vida.
Es apenas obvio pensar que el mundo de ahora ha cambiado bastante rápido y que ha traído como una especie de rémora a la incertidumbre, la misma que si no se maneja con rigor y sindéresis puede ser una gran enemiga del cambio. Nadie niega que hoy las organizaciones son más complejas, se presenta una mayor diversidad cultural, la tecnología señala un camino por el cual hay que transitar a velocidades casi que insospechadas. Tales cambios, por supuesto, demandan de las academias (escuelas, colegios y universidades) nuevas propuestas educativas que, si lo miramos con lupa, por nuestra arquitectura y ofertas curriculares no estamos en condiciones de enfrentarlos con la seriedad y responsabilidad que nuestros estudiantes esperan y merecen. Esta tensión, me parece, bien puede dar lugar a dos escenarios: el primero, que profesores y administradores de las academias nos organicemos y busquemos formas conjuntas de afrontar los cambios mencionados, difíciles y complejos. El otro, que el miedo que nos producen las incertidumbres nos hagan caer en procesos de estandarización y siempre terminemos buscando las seguridades de lo que ya conocemos.
Quisiera pensar que el primero de estos escenarios nos ayudaría a comprender mejor las complejidades del mundo actual; un mundo que tiene como constante la inseguridad: sufrimos de inseguridad económica, laboral, personal, colectiva…; sufrimos de una inseguridad determinada por las exclusiones en todos los niveles, a tal punto que ya está muy afincada la idea de que no podemos depender de nadie, nadie nos va a cuidar; lo único: ¡cuídate a ti mismo! ¿Qué hacemos los ciudadanos que no vamos al estadio -y los que van, claro- para no tener miedo cuando se termine un partido de fútbol? ¿Qué hacemos los ciudadanos cuando pedimos un servicio de taxi y esperamos que efectivamente lleguemos a nuestro destino sanos y salvos? (por supuesto, pienso en las familias de los taxistas que ven cómo su esposo y padre sale temprano a manejar su taxi, con la esperanza de que vuelva por la noche sano y salvo).
Me parece que justamente estas zozobras, estos miedos son los que nos tienen que motivar a los ciudadanos organizados, a las academias, para pensar y actuar juntos. Las incertidumbres reclaman con vehemencia actuaciones de comprensión, solidaridad e inclusión. Y la organización de la que hablo debe partir de la educación, entendida, además, como una gran estrategia para evitar la inseguridad o, como mínimo, para saber cómo afrontarla. Quizás nos convenga abrir un debate en donde busquemos formas de articular la educación, la cooperación y la seguridad de los ciudadanos. De hecho conozco experiencias de otros países que han caminado por esta senda y han avanzado sustancialmente en forma positiva. Estoy convencido que a partir de la educación se puede convertir en una excelente herramienta para garantizar altos niveles de seguridad y cohesión social. Estudiando, muchos le aprendimos a Estanislao Zuleta que debemos aprender a solucionar los conflictos de manera productiva e inteligente. Y la mejor herramienta para lograr esto es la palabra.
Lo dije en mi última columna: todos los ciudadanos merecemos una educación de mejor calidad que nos haga mejores seres humanos y más felices.
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