Se completan ya dos semanas del escándalo que produjo la aprobación en el Congreso de la República de la ‘Reforma a la Justicia’, evento que desencadenó por un lado una rabia general contra el establecimiento político, y por el otro una rápida operación de éste para sepultarla. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que esta reforma era vergonzosa y constituía un acto de "pillaje" de los congresistas. La gran mayoría de ciudadanos no tenía idea del contenido de la reforma, del detalle normativo, pero su voz era unánime: los parlamentarios querían impunidad total para sus actuaciones. La reforma traía un conjunto de disposiciones constitucionales que alteraban de manera dramática los juicios de responsabilidad política, administrativa y penal, al establecimiento político, empezando por el Congreso, haciendo casi imposible aplicar sanciones a la llamada "clase política". Esta situación se ha percibido como la crisis más severa que ha enfrentado el gobierno Santos.
Por centenares han salido los formadores de opinión -léase columnistas de prensa, periodistas, analistas, comentaristas de radio y televisión- a señalar el horror de lo acontecido, la corrupción del Congreso y de la clase política, y la necesidad urgente de revocar el mandato de todos los senadores y representantes. También se han sumado políticos a esta crítica, en un acto de caricatura. Aunque sería bueno revocar este congreso, pues tal vez solo un diez por ciento de sus integrantes han llegado allí con un interés real de prestar un servicio y sin intenciones de acumular poder y enriquecerse. ¿Es esta la solución?
Es ingenuo pensar que una revocatoria solucionaría el problema, porque lo que está viciado es todo un sistema lleno de corrupción que premia la trampa, la superficialidad, el oportunismo y la falta total de escrúpulos. Si salen los actuales congresistas, llegarán otros, tal vez peores. Recordemos que en 1991 la Asamblea Nacional Constituyente revocó el Congreso, pero el elegido en 1992 fue tan malo, tan corrupto y tan tramposo como el anterior. Acordémonos también de la reforma constitucional durante el gobierno Barco, impulsada por el ejecutivo, pero "hundida" por el mismo Gobierno ante la presencia de un enorme ‘narcomico’ promovido por quienes veinte años después detentaron un enorme poder. Y en la Constitución de 1991 se coló un artículo con olor al "patrón", o a los "patrones". Para luego rematar en la parapolítica. El actual escándalo no es ninguna crisis, es simplemente un destello, con más luz y reflectores, de la manera cotidiana como funciona la política en Colombia.
Si indagamos más profundo encontraremos otra verdad, tal vez bastante incómoda porque impide expeler toda la culpa a los políticos. Esta verdad se manifiesta en un terreno mucho más amplio, en la sociedad en su conjunto. Y consiste en que ésta se encuentra infestada de prácticas de corrupción, y dado que las relaciones sociedad-política-Estado son fluidas y no son mundos aparte, es en estas relaciones donde se teje aquello que hoy vemos con rabia e indignación. La pobreza y la exclusión social son otras formas de violencia y corrupción. El abismo entre los ricos y los pobres no puede generar algo diferente de lo que hoy tenemos. ¿O de dónde se nutren las empresas criminales ya sea del narcotráfico o de la política? Para no hablar de la corrupción que implica el deterioro ambiental.
Nuestra sociedad premia y estimula por todos los medios disponibles el tener más riqueza y más poder, lo que lleva a muchos a pasar por encima de los demás y de la tierra que nos sostiene. La educación, los medios, la cultura, todo invita a la acumulación egoísta. ¿Y luego nos preguntamos por qué hay políticos corruptos? ¿Por qué hay narcos? ¿Por qué surgen guerrillas enfermas de odio y venganza que luego son peores que aquellos a quienes dicen combatir?
No saldremos de esta larguísima pesadilla si solo atacamos los síntomas. Si bien molesto y fastidioso, el Congreso de Colombia es un síntoma. Investiguemos en dónde está la fuente de tanto malestar. Krishnamurti, uno de los grandes pensadores del siglo XX, manifestó que "no es saludable estar adaptado a una sociedad profundamente enferma". Si exploramos este tema partiendo de esta premisa, con seguridad iremos encontrando soluciones, todas las cuales pasan por nuestra práctica cotidiana.
Terminemos con una nota optimista: hay mandatarios locales que traen esperanza, incluso en los sitios donde la más oscura corrupción ha sido costumbre: el gobernador del Chocó Gilberto Murillo, la alcaldesa de Quibdó Zulma Mena, el alcalde de Santa Marta Carlos Eduardo Caicedo y, como mencionamos en la anterior columna, el gobernador de Antioquia Sergio Fajardo.
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