Guillermo O. Sierra


El pasado lunes 21 de mayo, declarado por la Unesco como el Día de la Diversidad cultural para el diálogo y el desarrollo, me recordó a Abraham Lincoln cuando dijo que "todos los hombres nacen iguales, pero es la última vez que lo son". Probablemente se refería a todas las circunstancias que determinan la vida de cada ser después de salir del seno materno: religión, clase social, herencias culturales y genéticas, sumadas a las actitudes y comportamientos que asumimos durante la vida.
Este hecho histórico del décimo sexto presidente de los EE.UU., quien fue el que determinó la abolición de la esclavitud y que sustentó en la décima tercera Enmienda a la Constitución de dicho país, me llevó a pensar además del término diversidad, en el de igualdad. La Organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura, pretendía estimular la idea de la "fecunda diversidad de las culturas", a través del diálogo (yo prefiero la palabra conversación), considerando los riesgos que conlleva la homogeneización y la consecuente pérdida de la identidad asociados a los procesos de globalizaciones pasadas, presentes y futuros, en donde bien podría tener cabida la pregunta de ¿quiénes somos, alguien lo sabe?
Respecto del asunto de la diversidad habría que comenzar por reconocer que América Latina está constituida por una veintena de países, de sociedades nacionales, cuyos habitantes oscilan entre los poco más de tres millones, aproximadamente, que viven en Uruguay, hasta los casi 200 de Brasil, pasando por varias escalas entre las mencionadas cifras. No es difícil imaginar, entonces, la inmensa diversidad que se vive en este gran territorio, entendiendo además que en el interior de cada país se da la diversidad.
¿Por qué esto es importante? Entre otras cosas, porque los diversos orígenes constituyen la muy amplia pluralidad de identidades étnicas existentes, lo cual conlleva pensar en la posibilidad de comprender las demandas de las ciudadanías diferenciadas de las personas y de los colectivos. Una vez esto suceda, podríamos sin lugar a dudas visibilizar y reconocer la legitimidad de algunas formas de organizaciones sociales de, por ejemplo, los movimientos de ciudadanos que buscan reivindicar sus mínimos derechos.
Y aquí, contemplo el concepto de igualdad, bastante difuso, por cierto, máxime porque quiero pensarlo desde su contrario. Como somos y vivimos épocas propicias para la diversidad, tendemos a echar en saco roto la desigualdad que es, desde mi prejuicio, la esencia de la diversidad. Uno no puede olvidar que una sociedad se reproduce y se diferencia de otras, por el acceso desigual no solo a los medios de producción, sino a todos los bienes simbólicos.
No creo que la idea de estas sociedades nuestras sea apuntarle a la superación de las diferencias o desigualdades existentes entre los ciudadanos; me parece que requerimos pensar en otras lógicas sobre la forma como estamos habitando y viviendo esta América Latina, nos urge pensar en lo que se está transformando: por un lado, las globalizaciones (prefiero pensarlas en plural) de las industrias culturales que terminan por reconfigurar la diversidad y la desigualdad; y por el otro, en lo que surge como las nuevas divisiones e inequidades que separan a ricos y pobres, a países del primer mundo y los que son periféricos, por citar solo algunos casos.
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