César Montoya


Borges escribió un corto libro con este título. Desfilan por sus páginas alegorías sobre vagabundos de asustadora dimensión criminal. Son visiones orilleras, agria voz de canallas, relampagueos fétidos del crimen. Se regodeó el argentino pincelando truhanes, relatando la desintegrada circunferencia de sus vidas, acorraladas de puñaladas a mansalva, de revólveres homicidas, de traiciones degustadas con hiel.
El pequeño tomo contiene un halo de barroquismo intelectual. Más que una copia de costumbres degradadas, es un pernicioso fantasear, una divagación sobre existencias equívocas, acicaladas con fantasías impactantes. Por las cortas crónicas saltan los piratas, el bandidaje desalmado, la herencia de los aventureros de arrabal.
Entre las muchas escalofriantes historietas, aparece un tal Eastman conocido como Edward o Willian Delaney, Joseph Marvin o Joseph Morris, en las diversas entretelas de la delincuencia. Parece que ese apellido malevo surgió del nombre Edward Ostermann, transformado en Eastman, sin explicación aceptable para esa mutación.
Eran brutales sus comportamientos. Tuvo, inicialmente, una incontrolable debilidad por los pájaros, después por los burdeles, y finalmente, por los gatos y las palomas. Su fisonomía delataba su carga de maldad. Ojos ásperos, pecho lanudo y potente, musculatura de hierro retorcido, gestos de fiera carnicera, lengua ofídica. Después Eastman, como cualquier politicastro colombiano, incursionó en el mundo electoral. Actuaba a base de chantajes. Los ocultos negocios de prostitución, los garitos para esquilmar inocentones, las organizaciones de atracadores y asesinos, debían rentarle para su franquicia. Escribe Borges: "He aquí sus honorarios: 15 dólares una oreja arrancada, 19 una pierna rota, 25 un balazo en una pierna, 25 una puñalada, 100 el negocio entero".
Eastman era un profesional para los disparos. Confrontarse con él, como le ocurrió a Paul Kelly y a su banda, implicaba involucrarse en una hazaña mortífera. Cuando pelearon, las balas penetraron en los cuerpos de las dos pandillas, y al propio Eastman le ingresaron unos perdigones que lo pusieron en las puertas del infierno. Retenido por estas inesperadas circunstancias en un hospital, a nadie delató. Poco después, ya recuperado, guerrearon de nuevo los sórdidos batallones. Se parapetaron tras compactos muros de piedra, unos gatearon para sorprender al enemigo, otros con la rapidez del rayo cambiaron de atalayas, y en esos movimientos vertiginosos cayeron muertos muchos malandrines. También unas cándidas palomas. No fueron disueltos los pelotones. Los políticos (¡siempre los políticos!) que los utilizaban para sus fines protervos, los reconciliaron, comprometiéndose Eastman y Kelly en dirimir sus divergencias en un pugilato. La gallera que les sirvió de ring, se vio agolpada de canallas. Hombres rudos de las dos partes, caras fanatizadas y coléricas, gargantas alcoholizadas, vampiresas de indumentaria estrecha y senos vencidos, de todo se vio en aquella bullosa montonera. Los boxeadores quedaron en tablas. Después Eastman rompió la tregua. Los jueces lo enjaularon. A los diez años recobró su libertad y poco después encontraron su cuerpo roto por los balazos en un suburbio de Nueva York.
Como este cuento escabroso, con otros, apretujados de compadritos pendencieros, son los relatos en la "Historia Universal de la Infamia".
¿Por qué un personaje como Borges, de tan abrumadora cultura, denso y profundo, se entretenía en la crónica de hazañas de atarvanes azarosos, dándoles vida a personajes del hampa, entreteniéndose en masoquismos literarios? ¿Qué placer recóndito impulsaría a este genial intelectual, para revivir historietas de vagabundos y boliches de arrabal? Misterios -sí, misterios- de la incontrolable condición humana.
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