Camilo Vallejo


La serie "Escobar: El patrón del mal", que finalizó la semana pasada, puede defenderse y admirarse. En ella, más allá de la calidad de su montaje y de sus actores, hubo más oportunidades que tropiezos para reconstruir la verdad de lo sucedido.
Más que una producción ajustada y rigurosa, terminó convirtiéndose en la disculpa perfecta para que, aún lejos de los televisores, en medio de las charlas cotidianas, los mayores recordaran y contaran historias que ni siquiera se habían atrevido a hablar entre ellos. También permitió que los menores dimensionáramos lo que realmente sucedió y le diéramos el significado apropiado a ese tenue recuerdo que vivimos, a esa imagen horrorosa que vimos, o a ese relato de terror que nos contaron.
Pero "Escobar" se acabó y nos quedamos con mucho del patrón y con poco de las víctimas.
No me refiero a esa crítica tan recurrente de que mostrar la cultura del narcotráfico en los medios es promoverla y profundizarla, o adorar la figura y la vida del narcotraficante. Esa es una visión facilista, que además prefiere creer que aquí la gente se hace mala más por las ficciones de la televisión que por las realidades de las ciudades y el campo; como si a los niños y jóvenes del país no les bastara con salir de sus casas (o mirar dentro de ellas) para saber qué es un traqueto, una prepago, un sicario, una dosis de cocaína, una guerra.
La idea va más allá: no es tanto criticar la idolatría hacia el narcotraficante -que no deja de ser una crítica relevante-, sino resaltar la precariedad con la que se visibilizan las víctimas al contar una historia. Me refiero a que de muy poco sirve que haya un nuevo interés de querer hablar de las víctimas, si no se reflexiona sobre la forma como se hace.
Al relatar una historia como la que se hizo sobre Pablo Escobar, las víctimas se toman como eventos fortuitos en la actividad del victimario; casi como obstáculos que este trágicamente debió sortear. Las víctimas aparecen en la historia sin contexto, sin saberse de donde vienen ni para dónde van; casi pareciera que están allí por la sola suerte de morir, pues poco interés hay en mostrar las razones por las que ocupan ese lugar en ese tiempo.
Generalmente las víctimas son personajes de reparto que salen únicamente para confirmar la condición del victimario, y lo hacen apenas con sus nombres y sus atuendos, pocas veces con sus agendas políticas o sus modos de vivir. En la serie fueron apareciendo, cada una a su debido tiempo, casi con el fin único de ser asesinadas, secuestradas o amenazadas; los nudos de sus historias no fueron sus historias o sus búsquedas, sino sus momentos de muerte y sufrimiento.
Entonces las víctimas también se representan como simples objetos de compasión. Aparecen siempre en sus momentos de dolor, de indefensión y de impotencia. Nunca se muestran con poder, con dignidad para ser escuchados, ni con proyección política o social. A aquellas víctimas que se les permite mostrar su discurso, que suelen ser los hitos como Galán, Lara, Pizarro y Jaramillo Ossa, no se muestran auténticos sino con retahílas postizas, igual de descontextualizadas que ellos, y como si su lucha se redujera a combatir a Escobar.
Las víctimas están ahí para despertar nuestro sentimiento de solidaridad pero no para quitarnos el miedo y convencernos de un cambio posible. Por eso terminan siendo aburridos para ver sus representaciones: siempre llorones, sobreactuados y tildados de resentidos. Se habla de ellas como si solo pudieran recibir nuestra ayuda, como si solo debiéramos acompañarlas para que vuelvan a vivir como nosotros. Ignoramos que si todos vivimos llenos de miedo y de hipocresías frente al crimen, son las víctimas las que no quieren volver a vivir así. Antes nos traen una invitación para que vivamos como ellas, con ganas de no repetirlo y de cambiar, pero es eso precisamente lo que no sale en televisión.
En la serie de "Escobar", por ciertos pasajes, algunos personajes como Guillermo Cano lograron tener la fuerza narrativa para equilibrar la historia a favor de una opción diferente a la de Escobar. Pero al final sospecho que la apuesta del patrón salió triunfante, porque sus víctimas fueron más los adornos de su historia que las contradictoras éticas. Ellas, cuando se les representa como casos fortuitos o como objetos mudos sobre los cuales solo se practica la compasión, no tienen cómo enseñarnos los valores con los que se contrarresta la maldad.
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