Esteban Jaramillo
LA PATRIA | Bogotá

Cuando Lamourux, el árbitro, obligó a Jiménez a poner el balón en un hueco para ejecutar el penalti en el partido ante Quindío, se fue la confianza. Era tiempo de abrazos y liberaciones, con segundos paralizantes, lo que luego fue angustia. El proyectil, lejano, se llevó la ilusión del hincha de cerrar la clasificación. El acto no justifica al ejecutante, al fin y al cabo profesional en los menesteres de patear un balón. Minutos antes Romero, solo frente al arquero, cruzó el esférico con impericia y precipitud,  malogrando el gol. Son solo dos de tantos desaciertos que enredan, hasta ahora, el acceso a las finales.
El Once depende aún de sí mismo, con variantes generosas que le allanan el camino, pero no exento de factores externos e internos, influyentes y destructivos. El cacareado "Hombre del Maletín", que esconde gasolina de avión para los rivales, por ejemplo, se pasea para inferir. Son auxilios extra para ganar, recibidos por muchos que no entienden de lealtad al competir.  También los árbitros que dan extraños impulsos con su pito a clubes favorecidos, hoy comprometidos.
Hay suplentes incómodos que exteriorizan insatisfacciones, carcomen el grupo y ensucian el vestuario. Y aparece la presión, la ansiedad y la incertidumbre a la hora de jugar.
Llegó entonces el día para guerreros o cobardes; para ángeles o demonios; para el oro o el barro. La batalla de la intensidad de principio a fin, sin animo protestón, ni despistes, comprometidos como están, frente a una sociedad que apoya, pero no perdona  a los perdedores y la prensa que castiga implacable.
Es todo o nada, es la hora esperada sin sacar calculadoras, ni mirar acá y escuchar allá. El Once es juez de sí mismo… y punto. Los jugadores y sus entrenadores tienen la palabra, porque el fin de semana se mide con rigor su profesionalismo.

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El Once depende aún de sí mismo, con variantes generosas que le allanan el camino, pero no exento de factores externos e internos, influyentes y destructivos.