Óscar Dominguez


En materia de órganos, estamos nivelados por lo alto: El estresado Bill Gates y el mendigo relajado que pasa el sombrero a la salida de misa, tienen la misma cantidad de dedos y un solo corazón; su majestad el hígado y la silla turca están ubicados en idéntico lugar del esqueleto de ambos. Sin importar las dimensiones de las cuentas bancarias, sus órganos realizan funciones similares.
Que "un tropezón cualquiera da en la vida", es cierto. Pero, sin falta, tropezamos en el dedo gordo. El anular y sus vecinos generalmente pasan de agache.
Basta un clic para enterarnos de lo que sucede en la aldea global. De hacer clic se ocupa el dedo índice. Los pulgares jamás tuvieron tanto protagonismo como hoy. Lo vemos en las multitudes que doblan la blanda cerviz ante el BlackBerry, el iPod y demás cachivaches que nos aíslan de un mundo que contaminamos más de siete mil millones y "millonas", dicho sea en la jerga del vecino Maduro, presidente de Venezuela, el hombre que patentó una curiosa forma de bajarse de la bicicleta: cayéndose aparatosamente.
Resumiendo: tenemos una espléndida máquina, el cuerpo, pero jamás le damos las gracias. Nunca leemos este clasificado en el periódico: Gracias, aorta, por los favores recibidos.
O: Gracias, ojos, por regalarnos esa nube que quisiera ser pájaro, como en el verso de Tagore, que suele recitar el otorrinolingólogo mayor, perdón, ornitólogo mayor, Walter Weber. El bandoneón ignora que sin la rodilla donde se apoya no habría tangos. ¿Ha dado alguna vez las gracias el sollozante instrumento?
Antes de que septiembre apague su propia luz para convertirse en octubre, aprovecho para hacer el elogio del hígado, ese laboratorio que nos acompaña con fidelidad del perrito de la Víctor. Su importancia es tal que llegó a afirmarse que no es el corazón el que regula el amor sino el hígado.
No se advierte que los comerciantes que suelen dejar exhaustos los bolsillos en septiembre alegando razones de amor y amistad, tengan programada la barbacoa mundial del hígado.
O la cumbre nacional del esternocleidomastoideo cuyas funciones desconozco miserablemente. Algo importante se debe traer entre manos, en todo caso.
Llegué a estas reflexiones leyendo la noticia de que el brasileño Dany Alves, jugador del Barcelona, ofreció donar parte de su hígado a su colega Eric Abidal, quien sufría de cáncer.
Lo reveló Abidal en declaraciones radiales que después trasplantó a su cuenta de twitter donde publicó foto en la que aparece abrazado a su benefactor.
Abidal, colega del colombiano Falcao en el Mónaco, rechazó la donación en un gesto shakirianamente "ublime": Imposible aceptarlo porque D2, apodo de Alves, es un jugador de élite y podría necesitarlo.
Finalmente, el francés aceptó el hígado de otro samaritano y los dos siguieron adelante con su amistad sin esguinces, y deleitando a la tribuna con sus metáforas balompédicas.
Para parecerme a D2 me gustaría donar mi averiado hígado, algo sobresaturado de licor y colesterol. No creo que nadie en sus cabales lo acepte. Eso sí, lo donaría solo ad portas del horno crematorio. La generosidad total no es mi fuerte. Solo soy generoso con lo que no es mío, sostienen en mi casa.
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