Cuesta trabajo descifrar la extraña sicología colectiva que gobierna a los venezolanos. Porque debiera bastarles establecer una sencilla comparación, la más elemental, entre la Venezuela en la que viven y la que debiera ser con un gobierno apenas razonablemente bueno. Pues ese cálculo es el que no hace la mayoría de los desventurados venezolanos. Y cuesta trabajo descubrir las razones de ese olvido.

Venezuela es el país que después de Arabia Saudita tiene las mayores reservas probadas de petróleo en el mundo. Con ese solo dato habría suficiente para que los gobernados por Chávez buscaran otro horizonte, tras de 14 años de esa tragedia. Venezuela apenas está exportando 800 mil barriles diarios de petróleo, que tienen por destino el reino de Satán, que para Chávez son los Estados Unidos; Venezuela tiene una deuda pública que llega a los doscientos mil millones de dólares; Venezuela tiene la mayor inflación de América; Venezuela importa más del 70% de los alimentos que consume; Venezuela tiene el mayor índice de criminalidad de América, que se aclimata en las barriadas donde Chávez tiene la mayor parte de sus prosélitos; Venezuela no tiene energía eléctrica confiable, ni suficiente; Venezuela no tiene infraestructura de carreteras, ni de puentes, ni de puertos o aeropuertos; Venezuela no tiene red hospitalaria decente, ni red educativa que valga la pena. Es la miseria del rico.

Chávez es un mal histrión, como lo sabe cualquiera que lo haya oído perorando más de cinco minutos. Pero un mal histrión que lleva mercados a los barrios más pobres, que por primera vez tienen un centro médico, si así puede llamársele a eso que tan pomposo nombre tiene, regido por un cubano que se dice médico y que reparte a todos los enfermos la misma pastillita. Lo demás es la venta de un discurso que reparte odios y resentimiento, mercancía de mucho recibo en ciertos países, pero que es una mercancía limitada y fatigante. Y sin embargo, con catorce años a cuestas de esa basura, sigue ganando las elecciones.

Los venezolanos no le han regalado a Hugo Chávez un "caracazo" como el que le dieron a Carlos Andrés Pérez. Se lo dan por goteo, en una cifra de homicidios que todos parecen ignorar de dónde proviene. La gente se mata por un teléfono celular, o por un Bolívar, o por una chaqueta o un par de zapatos. Pero nadie une esa realidad dramática con una protesta política. El asesino cobra venganza, pero no pretende ejercerla como forma de rechazo a una mala administración pública. La gente se mata porque sí, porque le da la gana, o porque necesita cuatro "reales", como allá llaman los bolívares, y después votan por Chávez para presidente. La tragedia del que mata, y la tragedia del que muere, carecen de significación política.

Amargas horas le aguardan al coronel. Ya ganó las elecciones, otra vez; ya sobornó una opinión pública tan elemental y dócil; ya despilfarró la fabulosa fortuna de Venezuela; ya engañó a todos los suyos y ya amenazó a los demás; ya logró sacar del país a centenares de miles, en su mayoría, los más preparados y emprendedores; ya expropió empresas extranjeras y locales; ya le quitó la tierra a los que sabían cultivarla; ya gesticuló, ya gritó, hizo cuanta monería hacen un mono en un escenario. Pero ahora tiene un país profundamente enfermo. Tiene millones de pobres que quieren algo más que el mercado de una "misión". Tiene miles de cómplices que le piden más oportunidades para seguir robando. Tiene una economía insostenible, una pobre producción petrolera, una deuda inmensa, una inflación galopante. Tiene, además, un entorno deprimente, compuesto por administradores que no administran y por técnicos que no dominan técnica alguna. Y está solo, en la inmensa soledad de los otoños patriarcales, y gravemente enfermo. Como castigo, tiene suficiente. Pero Venezuela, ¿qué hizo para merecer ese destino? Y sea lo que haya hecho, ya creíamos saldada la cuenta. Por eso estábamos convencidos del triunfo de Capriles.