César Montoya


Hace diez años, más o menos, se realizó un festival de bandas juveniles en Aranzazu. Eran 10 las delegaciones de los municipios integradas por animosos mozalbetes, artistas en el manejo de instrumentos musicales. Al mediodía de aquel sábado, con la plaza atiborrada de espectadores, las bandas al unísono tocaron “Hojas de Papel”, inolvidable pasillo compuesto por el maestro Juan Crisóstomo Osorio. Como todos llevamos agazapada la emotividad de un artista, recuerdo que rodó por mis mejillas un incontenible río de lágrimas, entrecortada la respiración y con taquicardia acelerada el corazón. La conmocionante partitura tiene un suave vaivén de tristeza, un aleteo de suspiros, una subcutánea queja de enamorados.
¿Quién fue Juan Crisóstomo Osorio? El irreemplazable Director de la Banda Municipal de Aranzazu. Por entonces era costumbre, a las siete de la noche de los domingos, escuchar en el Parque de Bolívar una retreta musical mientras la gente de todas las edades daba vueltas por el andén circular de la pequeña ágora. Parejas de ancianos, matrimonios dialogantes, jóvenes que ya sentían los aleteos de la diosa Eros, volteaban sin cansancio, en un connubio de entusiastas diálogos.
La orquesta de Osorio estaba integrada primordialmente por toda su familia. Tenía este apellido un raro talento para la música. Eran, además, unos bohemios encantadores. Juan Crisóstomo, viejo rechoncho, para hacer vistosa su decadente elegancia, exhibía una oxidada leontina engarzada en los botones de su chaleco. Tenía mirada alcohólica y un pausado y balanceado caminar. Siendo un universitario pobretón, de metiche ponía la gotera para participar de sus lunes bohemios. Todos los suyos, amanecidos, se atrincheraban en el café de Arturo Agudelo desde muy temprano. Allí caían los borrachos que habían amanecido en Cachipay, la zona de tolerancia, los entusados que éramos todos, el pisaverde Luis Rivera Giraldo, rico Epulón, botarato para aquel festín. En medio del estrépito, imponía su voz campanuda Salvador Serna, un campesino intuitivo para visionar el presente y el futuro de la política, complementado el aquelarre con el zumbido poético de Rivera, y el fogueo altisonante de Montoya.
Osorio fue un creador de partituras inolvidables. Si Javier Arias Ramírez es el máximo símbolo de la rima en nuestro pueblo, el viejo músico encarna la exquisita gloria que tienen los que desentrañan la armonía del mundo. No es de extrañar la vida equívoca de muchos. Raúl Gómez Jattin, Porfirio Barba Jacob, Julio Flórez, Fernando Mejía Mejía no recorrieron senderos fáciles. Arias Ramírez fue personaje de tabernas, crucificado por la pobreza y además extraviado en los ocultos y antinaturales recovecos del sexo. Pero óigase bien: Mientras el mundo sea mundo, Arias Ramírez siempre figurará como uno de los grandes vates de Colombia. Juan Crisóstomo, panzudo y semiesclavo de nepente, son, el uno y el otro, valores aranzacitas que sobrevivirán al óxido del olvido.
Los pueblos valen por la intemporalidad de sus hombres representativos. Estos los encaraman en las pasarelas de la historia.
El anhelo de perpetuidad en el tiempo es simbolizado en festividades desbordadas por los embrujos emocionales de nuestras comunidades. Aguadas cambió la Fiesta de la Iraca por el Festival de Pasillo. Pácora tiene una motivación para sus jolgorios que produce envidia: el agua. El Aire es un orgulloso mensaje de Salamina. Filadelfia se apoderó del deporte. Riosucio hunde raíces con su Encuentro de la Palabra. Solo Aranzazu, mi terruño, insiste en las fiestas de la cabuya, de un extravagante anacronismo.
No se quién fue el Mono Núñez. Presumo que le rendía pleitesía a la guitarra, el tiple y el violín. El municipio de Ginebra (Valle) le dio el antojo de bautizar con ese inexpresivo nombre sus festividades. ¡Increíble! Se convirtió es una bombástica efeméride nacional.
Hoy la cabuya nada significa. De otra parte lo que vale en el infinito periplo de los pueblos es el fulgor de su cultura. Anserma maneja con guantes de seda la Casa de la Cultura Jaime Ramírez Rojas. En Salamina el hospicio del espíritu tiene el nombre de Rodrigo Jiménez Mejía.
Toco el pinche de mis paisanos para que las venideras festividades sean convocadas con un nombre de gloria insepulta, autor de la música de nuestro himno, y de muchos pasillos de ensueño. ¡Juan Crisóstomo Osorio!
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