Pablo Mejía


Definitivamente la semana ferial es la vitrina del año para nuestra ciudad, ya que somos resaltados en los diferentes medios de comunicación y recibimos visitantes de todas partes. Da gusto recorrer las calles y fijarse en las placas de los vehículos que transitan, para comprobar que la mayoría provienen de otras ciudades. En el conjunto residencial donde vivo pudo notarse la cantidad de foráneos que recorrían pasillos y corredores, todos encantados con la panorámica que se observa desde las terrazas y demás zonas comunes del edificio.
La cabalgata que abre la feria es un programa muy esperado por los amantes de los equinos, quienes disfrutan de ese recorrido mientras montan sus mejores ejemplares por las calles de la ciudad. Bellísimas mujeres participan de la caravana y la elegancia de sus atuendos da brillo al espectáculo, mientras los espectadores se entretienen al verlos pasar. En la indumentaria de los participantes no pueden faltar sombreros, ponchos y zamarros, y en las alforjas botellas de licor para todos los gustos; la música suena a todo timbal en las llamadas burrotecas, equinos que cargan un equipo de sonido con sus respectivos parlantes.
Abundan las críticas a ese espectáculo ferial porque no faltan los jinetes que se pasan de tragos y arman el desorden en las calles, además porque el pavimento no es el más adecuado para el desplazamiento de los equinos. Muchos pensamos que es más lógico que el recorrido sea por caminos de herradura, para que disfruten del paisaje y el ambiente del campo, pero sin duda a ellos les gusta es lucir sus animales ante el público que asiste al evento. Infortunadamente es común que algunos se envalentonen cuando el aguardiente hace efecto y saltan las chispas al rastrillar las herraduras contra el cemento.
Asociaciones defensoras de animales insisten en que los caballos sufren durante el recorrido, pero las mayores críticas son por el consumo de alcohol durante la cabalgata. Pero no nos digamos mentiras, una cabalgata sin guaro es inadmisible; entre otras cosas porque montarse en un táparo durante siete u ocho horas, a palo seco, es supremamente aburrido. En nuestra cultura acostumbramos tomar trago durante las bodas, bautizos, primeras comuniones, aniversarios, velorios y demás celebraciones, y hasta los trasteos son rematados con una botellita de aguardiente. De manera que pretender que en un recorrido en el que participan centenares de jinetes no se tome trago, es casi un imposible.
Lo mismo sucede cuando programan conciertos y en la publicidad que promociona el evento advierten sobre la prohibición de ingresar licor al recinto. Eso está bien si el artista es un cantautor o una orquesta sinfónica que se presentan en un auditorio, pero cuando se realiza en estadios o plazas de toros y los cantantes son populares, de música carrilera, ranchera, del despecho, tropical, etc., no pueden pretender impedir que a la mayoría de los asistentes les provoque remojar el guargüero con cualquier tipo de licor. Entonces lo único que logran es incentivar la venta ilícita y que los precios se dupliquen, por lo menos, con el peligro que ello representa porque a esas alturas nadie se preocupa por comprobar la autenticidad del producto que adquiere. Ahí entran a operar las mafias de los encargados de vigilancia y logística, quienes son los promotores de esas ventas ilegales.
No es fácil entender que en un país como el nuestro, donde las industrias licoreras son los bancos de los departamentos, las que generan las rentas para pagar a los maestros, para sostener la salud y demás gastos prioritarios, exista tanto recelo por el consumo de licor. Por un lado nos inundan con publicidad que invita a la fiesta, al brindis y la bohemia, y por el otro abundan las prohibiciones y la satanización de quienes gustamos del traguito. Está bien que existan controles y campañas para no vender alcohol a los menores, para evitar el abuso y los excesos, pero nadie debe escandalizarse porque en una fiesta o reunión se consuma licor. Esa costumbre es común en todos los rincones del planeta y además existe desde la prehistoria cuando nuestros antepasados habitaban en cavernas.
O sino que programen unas ferias en las que la prohibición al consumo de licor sea absoluta y radical, a ver cómo les va. Que nadie pueda llevar bota a la corrida; cero guaro en la cabalgata y los conciertos; prohibido recorrer las calles con una cerveza en la mano; que en las carpas rumberas solo vendan gaseosas y agua; que la gente disfrute en la media torta y los tablados populares a punta de mazorcas asadas y manzanas caramelizadas; y que las bebidas invitadas a las fondas de arriería sean aguapanela y guandolo.
Mejor propongo que consagremos nuestra ciudad a San pedro, porque está comprobado que al ilustre portero no le gusta ni cinco la temporada taurina. De qué otra manera puede explicarse que empiece a llover apenas suenan clarines y timbales de la primera corrida, el último aguacero caiga preciso la tarde que se clausura el festejo, y al otro día empiece el verano. Que ensayen a mandarle abonos, a untarle la mano o que hablen con el Patrón del santo de marras, porque definitivamente un aguacero se tira en cualquier evento al aire libre. No provoca sino encerrarse a tomar trago.
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