Cristóbal Trujillo Ramírez


Parece ser que todos estamos de acuerdo con que el alma de la escuela son los estudiantes; ella misma existe como escenario de sueños y esperanzas, la vida del maestro recobra todo su sentido en la naturaleza del alumno, los padres reconocen en la escuela un aliado incondicional en ese imperioso propósito de hacer que sus hijos "sean alguien en la vida", pero cuando contemplamos el devenir cotidiano, esto que parece en teoría un consenso indiscutible, nos encontramos con realidades que desfiguran esa intencionalidad manifiesta:
"Profesora, ¡buenos días!
¡Buen día, señor rector!...
¿Cómo amaneciste?
¡Bien, muy bien… cuando no hay clases, cuando no hay estudiantes, uno se siente livianitico!…". Adicionalmente, la mejor noticia que quieren recibir los estudiantes es que no hay clases, cuando por algún motivo éstas se suspenden y se altera la normalidad escolar, se escucha el jolgorio y la celebración de los chicos como si se tratase de celebrar la conquista de un trofeo; no estar en la escuela, no tener clase es como una melodía que alegra los corazones de los jóvenes que son su alma; se deduce entonces, que a los únicos que mortifica y desespera la interrupción de la jornada escolar es a los padres de familia; me refiero, por igual, a profesores y alumnos. Ya sé que los padres, en general, desean que los niños acudan a las aulas. Las vacaciones son el período en el que los padres y las madres valoran más decididamente, al profesorado. "Dios mío, si yo no puedo con dos, ¿cómo se las arregla esta profesora con cuarenta y cinco? ¡Qué locura!
Hay otra situación que llama poderosamente la atención y es el hecho de que a medida que avanza el ciclo escolar crece el desinterés, es muy normal ver cómo el niño pierde el encanto por la tarea de la escuela, ese mismo que le animó en sus primeros años, en los cuales corría con ansiedad a encontrarse con ese fascinante mundo, pero con el transcurrir del tiempo se le torna frío, aburrido y, a veces, mortificante…
Esta situación sintomática de la vida escolar, que por cierto se presenta tanto en la escuela pública como en la privada, nos invita a ocuparnos de algunas inquietudes que en el marco de la tarea misional son, por lo menos, motivo de reflexión:
* ¿Por qué la escuela no es atractiva para los estudiantes?
* ¿Es posible ser maestro sin sentir cerca el pálpito del estudiante?
* ¿Por qué los padres quieren que sus hijos estén en la escuela?
* ¿Por qué se desvanece la ilusión de estudiar?
Seguramente que producto de estas reflexiones vamos a encontrar diversas causas asociadas a la desmotivación; el chico no le encuentra sentido al estudio porque este nada le garantiza, existen para él tareas más rentables, hacerse futbolista, famoso o, sencillamente, incursionar en grupos clandestinos y ejercer actividades ilícitas. Tal vez, por el lado del maestro su desmotivación pasa por la falta de reconocimiento a su dignidad y el desconsiderado trato que, salarial y prestacionalmente, recibe del Estado; así mismo, es muy probable que coincidamos en que el interés de los padres porque sus hijos asistan a la escuela pasa más por la inmediatez de una segura guardería, que por sus convicciones de promoción y desarrollo. Todo este desalentador retrato me lleva a concluir que estamos ante una escuela sin alma, donde el desinterés y la desmotivación hacen suyos los nobles propósitos de educar. Poco podemos esperar de una escuela donde los niños no quieren ir, donde los maestros no los necesitan ni los esperan con amor y, como si esto fuera poco, donde los padres los guardan como inventarios de bodega. Llenarnos de causas que justifiquen la desmotivación, el desinterés y la angustia es una tarea realmente fácil, eso no requiere mayor esfuerzo, saben ¿por qué?... sencillamente, porque son tantas. La diferencia está en aquel maestro que se llena de argumentos y convicciones para desempeñarse con idoneidad y con exigencia, lo extraordinario es buscar la excelencia en entornos adversos y desfavorables, no es justificando la derrota como se llega al triunfo, es derrotando la adversidad, es siendo superior a las condiciones, es en ese encuentro amoroso consigo mismo como se descubre la esencia de la misión terrenal del ser humano.
Podemos, en el mejor de los casos, lograr que se nos generen mejores condiciones locativas, de infraestructura y tecnología. El Estado está en la obligación de fortalecer la estructura del edificio físico, pero ¿quién nos fortalece la estructura del edificio pedagógico? Nadie más que nosotros, los maestros, tenemos que liderar nuestras comunidades, debemos avivar el espíritu, hay que fortalecer el carácter para que con disciplina, rigor, responsabilidad y esfuerzo, logremos abrir brechas que nos conduzcan por senderos de esperanza, de verdad y realidad.
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