Fernando Londoño


Mariana Pajón Londoño es como quisiéramos que fuesen todos los jóvenes de Colombia. En ella se reúnen todas las virtudes de una generación triunfadora.
La consagración. Mariana no es uno de esos talentos fáciles que se aplican un poco a la tarea que dejan empezada. Desde muy niña supo lo que quería y a conseguirlo dedicó todas sus horas, toda su energía, todo su empeño. Y eso que buscaba no era precisamente una medalla, ni olímpica, ni de cualquier género. Lo que había en ella desde sus primeros años, era un espíritu de superación, de grandeza, de dominio de sí misma y de las circunstancias que la rodeaban, que la llevaron a la medalla. Así fue. Así tuvo que ser.
La ambición. La palabra es difícil. Porque suele entenderse el ambicioso como un sediento de triunfos o ventajas que está dispuesto a conseguir a cualquier precio. No nos referimos a esa peligrosa y oscura condición del alma. La ambición es una sana pasión por ser mejor, por llegar más alto, por conseguir hasta lo que parece de lejos inalcanzable.
La claridad. Mariana es el ejemplo más nítido de la pasión que se aplica a un objetivo. El camino puede ser tortuoso y es posible que en sus encrucijadas se pierda la visión de lo que tiene más allá. Pero cuando se sabe hacia donde se va, no hay senda demasiado estrecha, ni demasiado áspera.
La generosidad. Mariana se entrega con todo fervor a su causa. Mariana no es egoísta ni cicatera. Sus victorias parecen de todos. Ella se reserva el sacrificio para conseguirlas.
La sencillez. Mariana no tiene artificios ni maquillajes en el alma. Consciente de sus conquistas, no cambia su manera de ser. No se envanece. No adquiere posturas de famosa inabordable.
La transparencia. Nuestra gran campeona no esconde sus metas, ni miente hablando de sus éxitos. Pero los maneja con naturalidad y sabiendo que puede ser efímera su gloria. Vale por lo que es y no por una medalla que lleva, con justificado orgullo, pero que en cualquier momento puede pasar a otras manos.
La gratitud. Mariana no ha tratado de venderle a nadie la idea de que suyo es el mérito de la victoria y que tras de ella quedan comparsas mal compuestas. Ella comparte lo que tiene, con la plena convicción de que llegó tan alto porque muchos la impulsaron a las alturas. Y llegando a ellas, no se desprende de aquellos recuerdos. Al contrario, casi exagera las deudas que tiene en su vida con tantos que la hicieron campeona.
La clase. No sabríamos cómo definir esta cualidad, tan rara en los excelentes como hermosa en quienes la portan. Mariana tiene clase. Es como una elegancia interior que se refleja en su mirada, en su sonrisa, en sus palabras. Es como una extraña capacidad para enfrentar lo mejor o lo peor. Viéndola ganadora, uno queda notificado de que perdedora sería igual. Igual de noble y de valerosa. Porque para ganar, ambas cosas son indispensables.
El talento y su cultivo. Nadie pondría en duda la disposición natural de Mariana para hacer lo que hace mejor que ninguna otra persona en el mundo. Pero ese apenas es el comienzo. De talentos fallidos estamos repletos. Triunfadores de verdad, como Mariana, son muy pocos. La diferencia la pone la aplicación paciente, persistente, heroica a conseguir lo que el talento permite. De cuántas horas oscuras, pesadas, duras, está fabricada esa sonrisa luminosa de Mariana sobre el podio de los ganadores.
Que Mariana no cambie, es nuestro primer deseo. Pero el mayor de todos, es que los niños y los jóvenes de Colombia quieran aprender de ella. Quieran ser como ella, aplicando todo su corazón a lo que se proponen. Y que no se les ocurra pensar que el camino de los mejores es ancho y suave. La cima es maravillosa. Pero de cuántas peripecias está lleno el ascenso. Esa parte de la historia no se ha contado como conviene. Y cualquiera, sobre todo un niño, podría dejarse llevar por el engaño de las conquistas sin esfuerzo. Todo lo que vale cuesta. Pero vale la pena. El que tenga duda, le puede preguntar a Mariana.
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