Jorge Raad


El oro ha sido un metal que ha deslumbrado por eras y generaciones a miles de millones de seres humanos, difícilmente contables. El áureo azófar ha sido la causa igualmente de miles de males de las personas y en su nombre se han producido millones, incontables, de muertes. El oro ha sido también motivo de felicidad terrenal y su utilización da las más altas calificaciones de complacencia. Así mismo, el tenerlo concede el poder, a veces omnímodo, negado a los demás habitantes del planeta.
Millones, millones y millones de todos los que han nacido, no han contado con al menos un microgramo de oro en su vida a través de joyas u otras pertenencias permanentes o temporales, de este perseguido elemento en cuyo honor, dudoso, se ha matado, y a las personas se les ha sometido a la tortura y a la pérdida de la dignidad por su culpa.
Grandes tesoros en obras de arte con el oro de base, lingotes como signo de riqueza, cantidades de utensilios sagrados construidos en oro, millones de estructuras recubiertas de oro, infinidad de cosas de diferentes tamaños completa o parcialmente revestidas de oro que indican magnificencia.
El oro enaltece hoy a través de medallas obtenidas como campeones en deportes o de múltiples reconocimientos por las obras de las personas. El oro deslumbra con peligros que no se calculan, llegando hasta envilecer a la persona a un punto que no tiene regreso.
En Colombia se llegó a asignarles a ciertos ciudadanos la categoría de escoria para distinguirlos de aquellos que valían oro, y por lo tanto se les separó en dos clases de una manera muy gráfica y contundente, pero absolutamente injusta. Así que lo de buenos y malos sin haber cometido crimen, agresión o dolo alguno, es costumbre desde hace décadas.
Es tanto el valor extrínseco del oro que el ser humano no ha dudado en imitar su presencia para dar la impresión falsa, intrínseca, de belleza y opulencia.
Con motivo de los recientes Juegos Olímpicos, iniciados en la Grecia antigua en el siglo VIII antes de Cristo, hasta el IV después de Cristo para reaparecer en el siglo XX, los colombianos han estado absortos en las diferentes competencias, que de por sí son un espectáculo atrayente por varios motivos, en donde participaban los mejores deportistas del planeta en deportes aprobados como olímpicos, que finalmente demostraban la condición física, mental y ética de quienes participan, provenientes de aproximadamente 200 países, para lograr triunfos o simplemente lo hacen como resultado de un espíritu olímpico.
Pero el interés fue mayor, inclusive con la parálisis de las actividades normales, en donde estaban participando los colombianos y sobre todo cuando existía alguna posibilidad de obtener una medalla olímpica, o simplemente, podría su intervención ser recompensada con un diploma olímpico.
Quienes no estaban permanentemente pendientes de la radio, la televisión o la prensa, se contentaron con las noticias, las fotografías y los videos de los resúmenes. Bien por los deportistas, todos los que compitieron en Londres y quienes hacen esfuerzos por llegar a una Olimpiada, pero mejor por quienes practican algún deporte en forma permanente, niños o adultos, aun así no tengan el acicate de un campeonato nacional, panamericano o mundial.
El deporte entendido como una actividad permanente, es necesario en la vida moderna, casi que indispensable. Por ello, desde temprana edad se hace fundamental que encamine apropiadamente al escolar por este sendero, no para lograr medallas, sino para obtener una condición física y psicológica diferente que finalmente ayudará a una mejor condición de vida a través de los años.
Ni el deporte, ni las competencias y menos el oro, plata o bronce, debe apartar u obnubilar al colombiano frente a sus problemas fundamentales, que si bien pueden ser aminorados por el ejercicio planeado y controlado, no pueden aislarse u olvidarse por una medalla.
La vida de los colombianos es compleja y los momentos de esparcimiento son vitales, inclusive sin el oro.
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