María Leonor Velásquez Arango


Me sorprenden la cantidad de explicaciones y opiniones que han aparecido en los últimos días en los medios de comunicación sobre el colapso de la torre 6 del edificio Space en Medellín; me pregunto ¿A qué hora aparecieron tantos expertos y jueces sobre una situación tan compleja en la que probablemente ni los mismos constructores tienen la respuesta? Claro que debe haber responsabilidades de muchos que tal vez la asuman o no. Mi punto es que automáticamente nos paramos en el lugar del que se siente dueño de la verdad y está en condiciones de hacer juicios y descalificar al otro en cambio de propiciar un ejercicio de reflexión que involucre a todos los actores, gobierno local, entes de control, gremios y por supuesto ciudadanos, buscando generar aprendizajes que contribuyan a corregir los errores hacia el futuro. Podríamos repetir la historia de tantos eventos difíciles del pasado donde apenas se presenta una nueva catástrofe, de igual o mayor magnitud, pasamos la hoja y se nos olvida lo sucedido con este edificio en Medellín.
Desde esta situación tan difícil y dolorosa para todas las víctimas directas, me gustaría invitarlo a reflexionar sobre la importancia que tienen las preguntas en cualquier ámbito de nuestra vida y cómo perdemos esta capacidad detrás de la necesidad de cuidar una imagen de ‘sabelotodo’ o tal vez por nuestra inseguridad y temor a que nos tilden de ignorantes o por esos regaños que recibimos cuando éramos niños, en la casa o en el colegio ‘no pregunte tanto’, ‘usted es bobo o qué’, para qué pregunta eso, ‘no pregunte que eso es mala educación’, ‘no sabe la respuesta y entonces para qué estudia’. Espero que el sistema educativo haya evolucionado lo suficiente como para que éstas cosas solo pasen en mi memoria y ya no sean parte, para nada, de la formación de los niños de hoy y también espero que las aulas de hoy sean verdaderos espacios de aprendizaje donde la equivocación y el no tener todas las respuestas se conviertan en estímulo para la exploración de nuevas posibilidades.
La curiosidad y la capacidad de preguntar una y otra vez son la constante detrás de los grandes descubrimientos científicos de la historia. La teoría de la relatividad, el trabajo más famoso de Einstein, surgió de su capacidad para hacerse preguntas y seguir indagando sobre ellas de manera incansable. Los primeros esbozos de la teoría de la relatividad se remontan a la época en que era un muchacho tímido e inseguro de 14 años que se preguntaba qué sentiría si pudiera montarse en un rayo de luz. Y también es el caso de Thomas Alva Edison, otro de los grandes genios de la humanidad, que patentó mil noventa y nueve inventos a lo largo de su vida, la historia de un niño muy pobre que estaba haciendo preguntas constantemente a sus padres, maestros y amigos; su vocación por los experimentos empieza a los seis años cuando después de ver cómo una gansa empollaba sus huevos él trató de hacer lo mismo y lo encontraron en el gallinero de su casa sentado sobre un montón de huevos.
Los niños aprenden preguntando sobre lo que observan y no les da pena, cuando ven algo nuevo que les despierta curiosidad hacen preguntas como: ¿Por qué el cielo es azul? ¿Por qué existe el arco iris? ¿Por qué el sol no brilla todos los días? ¿Por qué las piedras hacen círculos cuando caen en el agua? ¿Por qué brillan las estrellas? Algunos adultos se desesperan con tanta preguntadera y puede que los regañen, los ignoren o les digan cualquier cosa por salir del paso y a medida que van creciendo el tema es cada vez más complejo, porque vivimos en una sociedad que mide la inteligencia por el número de respuestas, no por la capacidad de hacer preguntas. Con este panorama tan poco atractivo llegamos a olvidarnos que las preguntas son una de las herramientas más poderosas que tenemos a la mano para aprender, para descubrir nuevos territorios, para ampliar nuestro observador, para identificar nuevos caminos y también para divertirnos y ser más felices.
Me llama la atención, cuando estoy como consultora en algún proceso de conversación estratégica, la gran dificultad que tenemos para hacer preguntas desprevenidas, que demuestren interés genuino por saber qué es lo que el otro está viendo diferente a mí; en cambio de eso nos paramos en nuestros argumentos para tratar de demostrarle al otro que está equivocado. Si estamos pensando que la innovación es un elemento importante en el desarrollo de nuestra ciudad, vamos a necesitar dejar a un lado nuestra necesidad de tener siempre la respuesta a la mano, de decirle a los otros lo que deben hacer, de tener la mejor solución, para empezar a reconocer que tal vez hay otros que tienen otras respuestas, igualmente valiosas y probablemente mucho mejores que las nuestras. Recuerdo la frase del antropólogo francés Claude Lévi Strauss ‘sabio no es el hombre que proporciona las respuestas verdaderas, es el que formula las preguntas verdaderas´.
¿Qué pasaría si por un momento nos quitáramos el vestido de adultos y trajéramos a nuestra vida ese niño(a) inquieto(a) y curioso(a) que se divierte preguntando y que no tiene que cuidar su imagen para aparentar que sabe mucho? ¿Qué pasaría si no tuviéramos que demostrarle nada a nadie y pudiéramos aventurarnos como exploradores a descubrir nuevas oportunidades? ¿Cuáles son las preguntas que le gustaría hacer y explorar incansablemente? Puede que no encuentre las respuestas a todas sus preguntas y tal vez ese es el secreto, seguir preguntando, cambiar las preguntas, mirarlo desde distintos ángulos, permitirse estar perdido un rato como ese niño(a) explorador(a) que alguna vez fue.
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