Óscar Dominguez


Este fúnebre noviembre con olor a gladiolos me recordó la noche que dormí cerca del cadáver de mi tío Jorge. Quedó con la cara de quien prefirió ser feliz en lugar de estresarse buscando alguna forma de inmortalidad.
Compartía estrechez económica y soledad con Rififi, un gato sin pedigrí que desertó, desolado, cuando llegamos con su cadáver. Los gatos no son de fiar.
Dios le aportaba la luz (del sol) y sus vecinas, el agua. En la noche se alumbraba con los ojos de su prófugo felino. De ese tamaño era la austeridad de quien encarnó para mí al tío Alberto, de Serrat.
"Jorgito tuvo la muerte que se merecía: mientras dormía", resumieron sus vecinas que integraban el zanahorio harén de sus amores platónicos. Hasta milagros le han pedido a Jorge Eliécer, bautizado así en homenaje a Gaitán.
Sus amigas de Silvania, Cundinamarca, encontraron mi número telefónico apuntado en un papelito que se disputaba el olvido con otros arcaicos cachivaches.
Sus vecinas-novias se enamoraron de su calidad y calidez humanas, y de su sonrisa sin dientes. Basaba su felicidad en que nos fuera bien a los demás. Nunca supo de quejumbres.
Mi señora y este servidor de tintos reclamamos su cadáver en el hospital donde lo prepararon y vistieron de Everfit para ingresar a la eternidad. En mínima parte, yo le agradecía que me hubiera financiado las primeras cervezas, y las iniciáticas escaramuzas eróticas en los bares de Junín con Maturín.
"Negro, hombre flojo no goza mujer bonita", me cantaleteaba después del cuarto aguardiente que pasaba con una mala cara y limón.
También le debo que me hubiera enseñado a escribir con todos los dedos. Me metió en el disco duro el abc de la mecanografía empezando por qwert y poiuy.
En su casa improvisamos una velación pobre pero honrada. Con él no iba aquello de: "qué solos se quedan los muertos". Hubo quórum total. Los últimos en abrirse fueron los tres o cuatro borrachitos con los que celebraba la alegría de vivir. Las penas no se hicieron para él.
Al principio, tuve miedo de dormir cerca de su ataúd, en la cama donde murió. Finalmente, ronqué a pierna suelta. Como no tenía nada más qué dejarme, me regaló el mejor de los sueños.
El resto del surrealista ritual fue así: concurrida misa en Silvania con lágrimas del respetable. El cura nos encimó una espléndida homilía que parecía pensada para un muerto de más charreteras.
Por única vez, el tío Jorge montó en destartalada limusina entre Silvania y el crematorio de Chapinero donde convirtieron en cenizas su biografía de hombre de bien.
Servientrega hizo el mandado final: transportó sus restos hasta su casa en Medellín. Así regresó a sus raíces. "No murió, quedó encantado" por el resto de sus vidas. No lloramos su muerte: nos alegramos de su vida.
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