Flavio Restrepo Gómez


Colombia ha vivido en guerra desde que se tiene memoria de su existencia como nación. Todos los insensatos que han manejado los destinos de esta República, han convertido este rincón del mundo, la esquina de América del Sur, en un centro de experimentación del paleolítico político en el que los intereses particulares han primado siempre sobre los intereses generales, violando de paso el andamiaje de nuestra Constitución, que nos define como Estado Social de Derecho y que establece en su articulado que no habrá discriminación alguna por razones de raza, sexo, o filiación política. Nada más alejado de la realidad. Vivimos en un país que sirve para mostrar el más absoluto de los subdesarrollos en el cuidado y preservación del bien general sobre el personal. No sin razón dice la sabiduría popular, que un colombiano es siempre más inteligente que un japonés, pero dos japoneses son siempre más inteligentes que dos colombianos.
Aquí hacemos a diario un monumento vivo a la estupidez del ego, ese demonio interior que hace que los colombianos seamos tan dados a confundir la palabra cómplice con la palabra amigo, un defecto que no parece tener remedio y que hace que la gente conjugue el verbo tener como si estuviera conjugando el verbo ser.
Esa es la nodriza amamantadora de la mayoría de nuestras desgracias como nación. Pero el verdadero problema estriba en que hace parte de nuestra cultura, de ese inconsciente colectivo, que es el que nos da identidad como país. Somos una nación conformada por mayorías de gentes egoístas, sin límites, que hacen cualquier cosa, que pagan cualquier precio, por la efímera y balumba vanagloria.
Cuando sabemos que un expresidente, Uribe, ha comenzado a fungir de adoctrinador de juventudes, en colegios donde no puede ser controvertido, estamos permitiendo la construcción de una Colombia más excluyente, con el mensaje equivocado de la violencia como valor liberador. Los jóvenes y los niños no pueden ser sometidos a ese proceso de formación kukusklaneska que le es tan afecta al político.
Cuando comprobamos a diario que los políticos, que son los que escriben y aprueban las leyes, le dan legitimidad a eso que los ancestros edificaron como un país de machos estúpidos, que matan impunemente a mujeres y a niños, tenemos que aceptar que no hemos salido de la prehistoria y que por cosas omo esas somos un país paria.
Los violentos, los violadores, los homicidas impunes de mujeres indefensas, los que explotan los niños, los obligan y enseñan a ser actores en el reparto de nuestra violencia cotidiana, deben tener penas máximas, sin perdón, sin rebaja y sin olvido. Garavitos como el que funge hoy de evangelizador en la cárcel, después de haber violado y asesinado con crueldad casi 200 niños, merecen la pena capital, son ganadores indiscutibles del cadalso como castigo. Pero no, tenemos que protegerlos, darles todas las garantías, educarlos, para saber que una vez libres seguirán siendo los desenfrenados criminales que han sido, sin un asomo de arrepentimiento o de vergüenza.
Cuando asistimos a la pantomima de una justicia politizada, que defiende a los que fueron nombrados para ocupar los cargos públicos, esos que defraudan a diario y sin vergüenza alguna la confianza de los electores, estamos asistiendo en primera fila a la actuación de los que causan todos los males que sufrimos, esa policlase indigna que nos representa y que es la que mantiene la perversión del orden constitucional, alterado todo el andamiaje de nuestra enclenque democracia, entonces podemos decir que es a ellos a quienes debemos todas nuestras desgracias.
Es depurando la política de tanto aparecido de la nada, de tanto emergente, de tanto cagalástimas que no tiene más mérito que el de ser hijo de exsecuestrado, ni más pergamino que su hipocresía y su encubierta inmoralidad, cómo un día podremos soñar con la posibilidad de una Colombia mejor.
En fin, cuando tengamos la determinación y el coraje de enfrentar el poder de los dirigentes que nombramos, para quitarles el mando y ponerlos en su verdadera dimensión, que no otra que la de mayordomos de esta nuestra gran finca llamada Colombia, entonces es posible que con los dineros que estos indecentes hombres que hacen política, malgastan, roban o entregan con jugosas comisiones, tengamos dignidad para construir una Colombia digna, incluyente, en donde las diferencias de clase, no sean las que permitan la riqueza de pocos a costa de la pobreza de muchos. Ese día, que lejano está, no volveremos a ver tanto delincuente de cuello blanco, manejando los destinos de Colombia, ni manteniéndonos en una guerra insensata y cruel, en la que ganan los actores que en ella participan, los políticos que la patrocinan y los que viven del negocio del genocidio no declarado en el que nos debatimos a diario.
A la Comisión IV de la Cámara llegó Mauricio Lizcano para hacer una demostración bobalicona de toda su incompetencia y su falta de andamiaje personal y de principios éticos en el ejercicio de su cargo. Estaremos vigilantes, escudriñando cada acción del bueno para nada, hijo de Tulio, el poeta que reemplazó a Aparicio Díaz Cabal, sin la inocencia que tenía este último.
Nota aparte merece la imbecilidad de César Augusto Londoño, preguntando a la medallista olímpica Catherine Ibargüen: "¿Quién es su machucante?", "un negro que le concierta las piernas". Se pregunta uno, ese hombre vulgar, no fue engendrado y parido por sus padres. La cara realmente parece la de un machucado...
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