César Montoya


Tiene peso distinto cuando el que mata es un campesino elemental y de mayor gravidez si el sindicado es un hombre culto. Proferir una sentencia condenatoria similar para los dos entraña un inaceptable error judicial.
El delincuente es torpe; se mueve en un terreno deleznable en el cual siempre resulta atrapado. Lo suyo es, en unos, talento malo, elaborado y sutil, experto en preparar el ámbito oscuro de sus fechorías con sutileza de relojero. En otros, es repentismo, sorpresiva explosión emotiva, escenario simple, producto de la ignorancia, o de la imprevista pérdida de los frenos inhibitorios que al investigador le facilita el acopio de las evidencias.
Theodor Reik en su "Psicoanálisis del Crimen" da una aguda fórmula para cazar al autor de un ilícito. "Los criminalistas han creado una especie de catecismo para aplicarlo en los casos complicados y misteriosos. Se denomina "los siete puntos de oro" y consiste en la contestación correcta a siete preguntas que pueden proporcionar el esclarecimiento de todo crimen. Las preguntas son: ¿Qué? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Con qué? ¿Por qué? Supongamos que se encuentre a un hombre muerto, aparentemente asesinado. ¿Qué sucedió? ¿Quién es la víctima? ¿Cuándo ocurrió? ¿Dónde ocurrió? ¿Cómo? ¿Con qué se cometió el crimen? ¿Por qué se lo cometió? Si se consigue contestar todas estas preguntas, el crimen queda completamente esclarecido. Con frecuencia, la mitad de dichos interrogantes pueden contestarse en seguida; otras veces, en cambio, el caso permanece insoluble porque uno de ellos quedan sin respuesta".
Gildardo Ospina Arias, jurista cabal, desde su torre ebúrnea, da respuesta científica a ese universo de indagaciones. Ha escrito una obra minuciosa, profunda y rigurosamente documentada, para explicar, partiendo del hombre, el "por qué" suceden los desórdenes sociales que la ley castiga. El texto "Noción Histórica y Clínica de la Criminología" agota con profundidad la panorámica con todas las complejidades de ese mapamundi díscolo que sirve de fermento a las peores crisis del ser humano.
Con elemental sabiduría escribe: "El análisis del sujeto es por antonomasia una irreductible defensa del hombre a quien se debe comprender antes de ser declarado responsable de las conductas derivadas de su comportamiento…"-. En esta sapiente sindéresis está la respuesta a ese "por qué", imprescindible exploración sobre los motivos de un comportamiento que se desvía por los atajos del mal.
Nunca se cometen dos delitos iguales. El ritual punible se diferencia en la víctima y en el autor. La cantidad de delincuencia es una, por ejemplo, en el autor intelectual y otra en un sicario que hace un torvo mandado por dinero. Tiene peso distinto cuando el que mata es un campesino elemental y de mayor gravidez si el sindicado es un hombre culto. Proferir una sentencia condenatoria similar para los dos entraña un inaceptable error judicial.
El juzgador mira al procesado como una "cosa", sin importarle nunca su personalidad. ¡Cuánta hondura se descubre en los tipos antropológicos, en la formación moral generalmente deficiente, en los atavismos heredados, en los temperamentos multiformes, qué diferencia en el pensar y en el querer, qué mundo ignoto hay detrás de cada ser humano!
Righetti previno sobre las sentencias que parecen proferidas por ingenieros. "La balanza pesa la responsabilidad moral con gramos de pena; la espada inflige el castigo medido en el fiel, y la venda sobre los ojos de la augusta figura para que su voluntad no vacile, para que la emoción no la domine. Se hace así de la justicia criminal una caricatura desafortunada. Se la convierte en un autómata que hiere a ciegas, en un pusilánine que mata a oscuras para no avergonzarse de su acción". Esa es la síntesis de un derecho penal deshumanizado que ahora por desgracia impera en Colombia con el fatídico sistema acusatorio.
Se ha convertido la justicia en un teatro, recargada de microaudiencias, importándole absolutamente nada el rostro afligido del reo que es juzgado sin conocer jamás su laberíntico mundo interior. Bien pudiera sostenerse que criminólogos y clínicos debieran ser los jueces y no los muchos gárrulos, pedantes y soberbios, que administran una justicia mecánica.
Estas reflexiones las suscita la documentada obra de Gildardo Ospina Arias, escrita con pasión, con elevado vuelo intelectual, que desentierra el elemento primario de cualquier sabiduría. Me refiero al hombre.
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