Camilo Vallejo


Solo noté que mi tía Beatriz vivía de otra forma, cuando llegué a esa edad odiosa en la que alguien nos enseña a ver "anormalidades" en los que apenas son distintos. Esa edad en la que la sociedad, muchas veces más que la propia familia, nos pone sus lentes hasta hacernos ver fronteras entre unos y otros donde antes no las había.
De no haber llegado a esa edad, siempre habría sido la tía que veía de niño, esa que prefería no pararse a caminar, porque, ¿para qué? ¿No era obvio que no caminara si siempre tenía una silla con ruedas que lo hacía por ella? ¿No era más divertido y descansado? En fin, pensamientos infantiles. Me habría mantenido así, sin sobresaltos, con explicaciones sencillas, como ella siempre quiso que fuera.
A ella nunca le conocí queja sobre el hecho de que la vida le hubiera quitado la posibilidad de caminar. En algún punto nos convenció de que no caminar era parte de ser ella, como el ser negro o gordo en esta familia de negros y gordos. Se trataba de ser lo que se es.
Con el tiempo sus sobrinos fuimos sabiendo -eso porque nos contaron- que ella y la familia sí tuvieron que sobreponerse del dolor que causó ese accidente tremendo de 1978, en el que un bus del colegio Filipense se quedó sin frenos hasta estrellarse en lo más bajo del barrio La Francia. Esto indicaba que me había tocado una realidad fácil y llevadera, gracias al aprendizaje constante de mi tía y del resto que la acompañaron desde ese momento.
Su historia no es especial porque ella haya transitado por el mundo de otra forma. Solo fue un caso como el de tantos otros, que al vivir de otro modo por una suerte mental o física, logran unir a sus familias a su alrededor. Son personas que nos reúnen para aprender a servirles, hasta que su excepcionalidad termina por volverse parte de lo que somos como familia, como barrio, como comunidad.
Su excepcionalidad estuvo en sus obras y en sus palabras. Aunque fue concejal de Manizales, pionera en la organización de los deportes para discapacitados a nivel nacional, miembro de comités paralímpicos, creadora de las Zonas Azules, fundadora de la fundación Sin Límites, entre otras labores, su excepcionalidad no estaba en haber podido hacer cosas que hacemos los que nos suponemos normales; esa idea manida y tonta. Más bien fue porque con sus obras y sus palabras enseñó que el mundo era el discapacitado, era el que se había mantenido perplejo al momento de entender e incluir al diferente.
Como creía que su situación era una oportunidad de desaprendizaje, de "volver a hacer las mismas cosas de una manera distinta", como dijo en alguna entrevista, en el fondo siempre terminaba proponiéndole a la ciudad que se imaginara de otro forma y que caminara junto a los que no lo hacían igual. Ahí es donde se hacía una mujer pública.
Aprendimos con ella que no por ser diferente se tiene valor para la sociedad, sino que el diferente es el que le da valor a esta, porque la increpa y le exige hasta tenerse que reinventar. Pero la sociedad no lo hace, es terca en vivir igual, le teme al cambio y prefiere estigmatizar a los mensajeros de lo nuevo. Es el mundo el discapacitado, que no camina ni deja caminar. El que no fue capaz de superarse
Un mundo que solo se imagina con escaleras, con andenes, con buses sin ascensores, espacios sin rampas, con atletas sin prótesis. Que siguió adelante con modelos de educación homogéneos, rígidos, que normalizan con el mismo rasero para todos, sin diferenciación para el diferente. Que no entendió que las incapacidades no están en el sujeto sino en el ambiente que no encuentra cómo hacerlos parte.
"Aprender una nueva forma de vivir es algo que no tiene ninguna pedagogía", decía Beatriz, y ahí está la posibilidad infinita de crear lo nuevo. Y los discapacitados tienen el don para eso: toda la experiencia de vivir distinto. Hay que saberlos oír para salirnos de esta vida tan "normal" y repetitiva.
Beatriz Alicia Vallejo Posada murió el pasado 26 de junio. Fue terca para irse, pero al final cedió; nunca habría aceptado vivir con otra discapacidad. Tal vez es que las discapacidades no deben sumarse sino que deben restarse, y como las del cuerpo suelen ser definitivas, es el mundo el que, con sus infinitas posibilidades, tiene el deber de transformarlas en superación: superación de todos.
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