César Montoya


Suscita alarma el libro "Entre la vida y la muerte" escrito por Luis Emilio Sierra. De entrada, el lector se prepara para enterarse de historias trágicas, con capítulos espeluznantes. Nada de esas aprehensiones resultan ciertas. Estas confesiones incompletas (apenas tiene 50 años) descubren los periplos de un político de provincia, desde los primeros escarceos hasta hoy, con risueños recuentos familiares y otras salsas que le dan colorido y sabor a la ruta de su vida.
Las autobiografías tienen muchos diseños intelectuales.
De Saramago son "Las pequeñas memorias" rastreo que engloba su cuna paupérrima, la estrechez aguda de sus primeros años, la cama compartida con bullosos cochinillos en noches ateridas, y la urdimbre de su familia de poca significación social. Más tarde, ya realizado como escritor, publicó varios tomos con el título "Cuadernos de Lanzarote" que recauda el sedimento que le dejaba el tráfago de los días. Es una extensa obra a veces aburrida por el relato de acontecimientos baladíes, pero con páginas geniales propias de la enorme dimensión de su espíritu.
Gunter Grass, otro literato de tamaño universal, es el autor de "Pelando la Cebolla". Es una autobiografía de profundas verificaciones, risueña a veces, trágica en otras, pero siempre iluminada por los destellos de un pensador fuera de órbita. Su estilo es maravilloso, de una fluidez inagotable, sápido y entretenido.
Aquí en Colombia, Gabriel García Márquez escribió "Vivir para contarla", recorrido de sus años de pobreza, con sainetes deliciosos en los que nos descubre su vida de tarambana, cazador de mujeres fáciles y asaltante de señoras comprometidas, con anécdotas hilarantes. Nos hemos quedado esperando el recuento de su total existencia enmarcada entre la polvorienta Aracataca y del cielo de gloria en donde ahora reposa.
Lástima que Alberto Lleras nos haya dejado, apenas, un solo libro de sus "Memorias". Lleras es uno de los inmensos ensayistas que, en todos los tiempos, ha tenido Colombia. Además de haber sido como locutor un Monarca, su pluma es de una perfección inimitable. Sabía repensar y medir las palabras, buscaba con pinzas los adjetivos, y todos sus escritos son orquestales.
Sierra no busca competir con esos genios de la literatura. La suya es una prosa familiar, jamás pedante, sentimental, testimonio de una existencia que oscila entre las urgencias de la política y sus compromisos como legislador. Reconoce la influencia que en él tuvo el negro Marín y hace narraciones domésticas que desatan sonrisas en esta ínsula de Dios. El autor siguió el consejo de Azorín: escribir como se habla.
Desde una ribera electoral que colinda doctrinariamente con la suya, confieso mi admiración y cariño por "Mellín", "el Santo" o el "Mono Sierra" como amistosamente lo llaman sus admiradores. Sierra no ofende, es frontal y limpio en las contiendas democráticas, sus amigos lo ensalzan y nosotros, sus cordiales contradictores, lo respetamos. Es un caballero.
Fluye la política. Es dinámica. Cada día tiene un panorama diverso, acontecimientos imprevistos, teorías que hacen brecha. El político debe ser olfativo para vivir las "circunstancias". El éxito resulta del acomodo a esos inéditos paisajes que trae todo amanecer.
Nos está pisando los talones un nuevo aluvión generacional. Ahí están, en la vanguardia, Luis Emilio Sierra, Adriana Franco, Arturo Yepes, Jorge Hernán Aguirre, Amparo Sánchez Londoño, Mauricio Lizcano y Hernán Penagos.
Con el poder intuitivo de un Tiresias, presiento que el gran futuro de Caldas quedará en manos de Yepes y Penagos.
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