Camilo Vallejo


Cerca parece estar el día en el que los manizaleños perderemos la memoria y, con ella, los recuerdos.
Por ejemplo podrá irse aquel recuerdo, de plenos años cincuenta, en el que después de cerrar la carrera 23 y convidar gente para que hiciera corrillo, extendieron un tapete casi desde la esquina de la calle 18 hasta dar la vuelta por la 19, donde entonces se encontraba el templo de lo que aún hoy es el Palacio Arzobispal. Parece que don Francisco Jaramillo, quien vivía ahí en la carrera 23 con calle 18, queriendo hacer llamativo y cómodo el matrimonio de su hija Blanca, preparó todo para que ésta iniciara la entrada a la iglesia desde la mismísima puerta de su casa. El resultado: la apoteosis digna de una marcha nupcial de cuadra y media.
Podrán olvidarse también las bravuconadas de don Rubén Uribe, quien vendía transformadores en la carrera 22 entre calles 18 y 19: su neurosis, cuyo único síntoma parecía ser un mal genio metódico y persistente, lo hizo tan temible como famoso. Quizás dejen de recordarse las peripecias de don Carlos Gómez Escobar, cuyo ímpetu le alcanzó, más que para hacerse dueño del Deportes Caldas, para vender los casi únicos Lucky Strike de la ciudad, después de importarlos como por ministerio divino.
¿Dónde quedarán las historias de amor que entre sodas y chocolates nacieron inocentes en "La Trampa" y "El Dominó"? Esas de las que es hija media ciudad. ¿Dónde quedarán aquellas que entre prostitutas y aguardiente nacieron perversas de la "23 pa...bajo""? Esas de las que es hija la otra mitad.
Pronto todas estos relatos serán devorados por el olvido, pues así puedan permanecer como cuentos e imaginaciones, desaparecerá su carácter de recuerdo. ¿Por qué? Por la pronta pérdida del lugar que les dio vida: el centro de la ciudad. Y es que historias como estas se afirman mejor como recuerdos cuando se atan al lugar en el que suceden, puesto que éste evita que se queden volando como narraciones impersonales, abstractas, y sirve como mapa al momento de rememorarlos. Los lugares nunca dejan de ser certeros para avivar los recuerdo y, por consiguiente, para guiar la memoria.
Fíjense que al ser el centro de Manizales un lugar compartido por los manizaleños, es posible encontrarnos y enlazarnos alrededor de las historias que allí se dan; es posible identificarnos: creer que una historia personal se convierte en recuerdo común y que de un recuerdo común aflora la memoria que nos impulsa como comunidad. Además sin el centro, sin sus edificios, calles, esquinas, nomenclaturas, parques, sin su capacidad para guardar secretos y explicitar vivencias, difícilmente encontramos significados para las palabras que nos unen y la cultura que nos define, pues sin él puede que queden recuerdos y memoria, pero subsisten desarticulados, sin diálogo con todo lo que fuimos.
Justamente hoy parece que la mayoría de manizaleños han perdido la fe en esa particularidad que tiene el centro de contener los recuerdos más viejos, de darle sustento a otros nuevos y, sobre todo, de servir de puente entre unos y otros. Se ha perdido de vista el valor que tiene como lugar en el que se cose la memoria y más bien se ha apostado por arrasarlo, desprotegerlo y descuidarlo.
Para muchos se ha convertido en el desván donde se esconden los hijos monstruosos, esos que se ignoran o se niegan. Al creer que es el único lugar donde habita la pobreza, la prostitución, la corrupción y la inseguridad, o bien se le da la espalda en un acto de expiación "como haciendo creer que al abandonarlo y al mantenerse por fuera de él quedaremos limpios de todo mal", o bien se emprende eso que llaman renovación, que parece más una profilaxis de lo que molesta y se quiere olvidar, acompañado de un interés oportunista sobre el único atributo que parece brillar: el valor de su suelo.
Estas palabras no terminan invocando esa actitud tan nuestra de defender edificios y calles que, solo por ser del pasado, se cree que representan una historia más loable y superior. Son más bien un llamado para defender al centro como lugar de la memoria "tanto de la traumática como de la esperanzadora". Son una demanda por preservarlo como es, antes que imaginarlo como remedo; por revivirlo como proyección de nuestro espíritu, antes que renovarlo como ajeno. De ese modo es que protegeremos la forma de nuestros recuerdos, reconstruiremos lo que somos sobre lo que hemos sido y confrontaremos nuestra cultura, con sus monstruosidades y heroísmos.
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