César Montoya


Toda gestación toma su tiempo. Nos movemos entre un alfa y un omega. Antes del parto existen los acoples, los antagonismos que se encuentran, el despacioso recorrido de la vida. Los alumbramientos son precedidos del milagro germinativo de una naturaleza sensible a la voluntad divina.
Escribir es parir. Es un viaje hacia adentro, hacia los acantilados de uno mismo. Es una odisea cargada de peripecias.
Es clamoroso el reto del papel en blanco. Frente a él navegan las perplejidades, el rostro hosco de los interrogantes, una anticipada fatiga mental ante un estéril mundo íntimo que se niega a las respuestas. No siempre el escritor cohabita con las musas. Estas son coquetas, de difícil aprehensión. El estro caprichoso desaparece. Ellas ejercen una sordera voluntaria para no oír los ruegos de los afligidos intelectuales. Quien escribe frecuentemente estrella su cabeza contra una roca, golpeándola fuerte, buscando la cantera de donde fluye la inspiración. Cuántas angustias, cuántas estaciones saltan sucesivamente por los almanaques sin obtener los alados impulsos celestiales. Es un estío largo y lacerante, es el injusto castigo de un parnaso transitoriamente seco de aguas vivas.
El prodigioso Gabriel García Márquez, pese a los inmensos torrentes convertidos en olas fecundas sobre el muro de su imaginación creadora, sufrió recurrentes temporadas de aridez. Confiesa que, siendo un cronista profesional, pasaba semanas estériles literariamente. La escritura le salía al revés. Ensayaba prosas poéticas, o hacía minucias retóricas, o intentaba realizarse en descripciones acertadas. Todo en vano. Se resistían los componentes esenciales para apalancar una frase, o los verbos resultaban sinuosos, o los adjetivos huían, quedando frenado el numen del escritor. Otras veces la literatura fluía en arroyos incontenibles. Llenaba cuartillas interminables y bien adelantada la faena hacía un alto en el camino. Volvía a leerse, ejercía una autocrítica de juez implacable, finalizando el ejercicio con una calificación desastrosa. Como conclusión, terminaba echando al fuego el afanoso trabajo de una quincena.
Marco Fidel Suárez se gastó 15 años redactando su Oración a Jesucristo. Rigores de teología, la eliminación de lo superfluo, la acústica lenta de sus ondeantes períodos, el matemático uso de las palabras, todo se convertía en exigencias meticulosas para un gramático de su estirpe.
Tuve el señalado privilegio de ser un discípulo cercano del imperecedero Gilberto Alzate Avendaño. Era un gordo bonachón, de pasos menudos, intemperante y fogoso. La naturaleza lo transformó en un asombroso Hércules intelectual. Luis López de Mesa decía que el Mariscal le ponía dinamita a las ideas. Era desbocado, arrollador y sublime.
Con la pluma era sensacional. Fundó y penetró exitosamente en la opinión con su periódico Diario de Colombia. Siempre en el véspero, llegaba al portón de la casona en donde se imprimía. Gritaba: "Polaníaaaaaaaa". (Héctor Polanía era su hombre de confianza). Entraba a la dirección, descargaba un manojo de libros que se le escabullían de las manos, arrojaba el saco sobre una silla, aflojaba la corbata, templaba las tirantas, exigía silencio, y se colocaba frente a una máquina Olivetti a dar a luz, con fórceps, el editorial.
Escribía agonizando. Sudaba a cascadas, se le ensopaba la camisa, se paraba, volvía a sentarse, tragaba aire, aullaba "Polaníaaaaaaa", tomaba agua, se pasaba las manos nerviosas por su testa desértica, retornaban los resoplos y entre jadeos y resuellos, se iban liberando, en danzas orquestales, prosas magistrales. Todos los partos intelectuales de Alzate se hicieron mediante operaciones cesáreas. Verlo en los estertores del alumbramiento era un martirio.
¿Quién dijo que es fácil escribir? Para hacerlo, hay que recorrer un sendero de dolor, andar con pies de plomo por entre los laberintos del diccionario, cuantificar en oro las palabras, manejar con ritmo la tronera de las frases, espigar con fortuna sustantivos, verbos y adjetivos, y tener un sabio equilibrio para balancear los conceptos. Se escribe con miedo. Se teme el desborde, el uso equivocado de los términos, la oscuridad en la construcción de los juicios.
Escribir es una liberación.
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