José Fernando Ortega Cortés


“El pueblo a veces acierta cuando se asusta; pero siempre se equivoca cuando se entusiasma”. (Nicolás Gómez Dávila).
Como abogado y ciudadano que soy, cada cuatro años ejerzo mi derecho al sufragio y participo en unos comicios -más o menos limpios- votando casi siempre por los que resultan perdedores, lo que al final me reconforta, para no tener que cargar, como cargan muchos hoy, con la afrenta de haber sido representados por un par de analfabetas políticos como Uribe y Pastrana.
Nada desmoraliza tanto a una sociedad, ni desacredita tanto a las instituciones, como el hecho de que sus exgobernantes, en vez de ejercer una serena función intelectual o académica en procura de aportar a la solución -ya que no remediaron en su tiempo los males del país- se dediquen a la actividad mediocre y sucia de la “incontinencia verbal” agresiva, en la cual la pasión ciega la razón, el impulso anula la reflexión y la bajeza de las palabras se anticipa al pensamiento.
Y es que pensamiento político es lo que ha faltado, no en vano Heidegger se preguntó ¿qué significa pensar?, puesto que al ámbito de lo que se llama pensar arribamos, cuando nosotros mismos pensamos que la política no es una actividad vil, por la realidad incontrastable de que sin duda la moral de la clase política ha decaído.
Por eso pienso que el del discurso, el guerrerista, y el sin discurso, el esnobista, debieran dedicarse al justo callar frente al proceso de paz del presidente Santos. No soy santista, obviamente no vote por él, el presidente no es santo de mi devoción, sin embargo a su proceso de paz aplicaría el aforismo aquel de “la cabalgata sublime” de Sancho y Don Quijote: ¡ladran los perros, luego cabalgamos!
Es un secreto a voces que el contubernio creado por los dos máximos exponentes del partido conservador que representan la derecha y la ultraderecha del país, se funda en la falacia según la cual el del Caguán fue elegido para hacer la paz con las Farc y el de la seguridad democrática para pacificar a Colombia tras aniquilar a “la Farc”.
Ambos parapetados más en ideologías personalistas que en ideas bien planteadas, obtuvieron el favor de la clientela electorera que, seducida por el abatimiento de banderas de paz, los ungió como presidentes. Todo indica que el pueblo desconoce que nuestra Constitución Política, esa que nos permite hacer política constitucional, proclamó en su preámbulo que la paz es un fin que permite fortalecer la unidad de la nación y asegurar a sus integrantes la vida, la justicia y la libertad.
Ese programa político, que tiene como principios fundamentales: el Estado Social (del que jamás hablaron ni Uribe, ni Pastrana) y la República Unitaria (dividida entre buenos y malos por Uribe y fraccionada con la zona de distensión por Pastrana), estableció en su articulo 22: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”.
Los dos funestos expresidentes juraron cumplir, pero no cumplieron con los mandatos de la Constitución. Uribe nos garantizó la guerra pero no la paz, y Pastrana intentó la paz inconscientemente en todo sentido, pues solo así se explica que a la hora de ahora, se atreva a sostener que él sí tenía un mandato para la paz, pero Santos no; ningún presidente está por encima de la Constitución si lo que impera es la democracia, la paz como derecho no puede abrogársela nadie, y muy a pesar del escepticismo sobre el proceso de paz que se adelanta, el presidente de turno está en la obligación de propender por la convivencia pacífica.
El delfín conservador ni siquiera entendió que recibía un mandato constitucional y no meramente electoral, y en cuanto al guerrerista, el presidente Santos tiene la razón: es el pasado, pues en Uribe agregamos nosotros “el odio tiene aún donde refugiarse”.
La paz es el futuro que debe construirse desde hoy, es el momento de olvidar la estructura fracasada de otras opciones, hay que hacer del proceso de paz no solo el “espacio fecundo para el heroísmo civil y las empresas audaces en favor de los derechos humanos, la justicia social y el progreso” sino también una política pública coherente y sostenible, racionalmente focalizada a resolver un problema que nos agobia hace ya muchos, pero muchos años: el conflicto armado.
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