Camilo Vallejo


En Manizales el cielo parcialmente nublado es la regla, es el día de todos los días, el que da esperanza con los hilos de sol que se cuelan, pero también el que amenaza con la lluvia que siempre lleva ahí, entre las nubes, a la vuelta de la montaña, al cabo de la tarde. Un cielo indeciso con la misma nota siempre, sin ton ni son; sin cruz ni luz. Es el clima templado, ese ni muy poco ni muy muy. La señal de que nacimos a la mitad de un camino, como lugar de paso: a un paso de un lado y a un paso de otro.
Pero lo particular de este cielo parcialmente nublado no es su indeterminación, es su permanencia. Es una ecléctica esencia que no se marcha sino que se queda, una pintura que, por más que le pase el tiempo, no cambia de forma ni de lugar.
Es el "Cielo parcialmente nublado" con el que Octavio Escobar Giraldo nombró su camino, a la mitad de un camino, a un paso de un lugar y a un paso del otro. Es última novela. Un relato que más que urbano, habla de la ciudad de región, aquella que no está en el centro del país ni de su literatura. Es una novela de Manizales y de manizaleños, y no es de esas que solían acudir a heroísmos y adjetivos para adornar retratos ajenos a lo que somos, sino que es sencilla, efectiva en su narrativa. Entre diálogos, que no son pocos, deja ver la hondura de los desvelos de los personajes y la autenticidad de una ciudad que es corriente y sin excepcionalidades.
Una historia que se hace memoria mientras convierte en presente el pasado; ese pasado que regresa, no por sí solo, sino en el aliento del que vuelve, de Andrés Giraldo, el personaje, un manizaleño que hace tiempo vive en España y que viene a visitar a sus padres porque cierto impasse lo ha obligado.
Andrés regresa después de muchos años. Al llegar, un viejo conocido que se ha encontrado en el vuelo de Bogotá a Manizales, y su esposa que ha ido a recogerlo, lo llevan del aeropuerto hasta su casa, la de sus padres. En ese recorrido ambos se encargan de hacerle saber que la ciudad ha cambiado, que está distinta. Edificios nuevos, vías ampliadas. Siempre es importante que quede claro que se ha avanzado, al menos esa es la consigna de los que han logrado sacar mejor partido de la ciudad. Una idea fija, como para que nadie se atreva a proponer cambios, que busca convencer de que no nos hemos quedado atrás ni nos hemos quedado quietos. Que si el progreso se ve en el movimiento, nosotros sí nos movemos.
Pero entre las conversaciones que tiene, con su madre que le cuenta del resto de su familia desde la cocina, con su padre que le expone el país desde sus obsesiones, con su hermana que le recrimina sin muchas atenciones, con algún amigo que le habla de paso, descubre que hay algo que no se ha movido, como el cielo. Porque, digámoslo así, la diferencia entre la ciudad que recordamos y la ciudad a la que regresamos tiene que ver con qué tan extraños nos parecen esos personajes de la foto vieja de familia, y éstos nunca suelen ser distintos del todo.
Andrés nota que las excusas y los prejuicios son los de toda la vida, y que esa formalidad y esa decencia, tan manizaleñas y tan de su casa, en el fondo siguen escondiendo lo que no se es capaz de decir. Es la ciudad donde los secretos se siguen compartiendo pero sin decirlos en voz alta, porque qué dirán, porque qué miedo; donde el chisme es para estigmatizar a ese que pudo romper el tabú que nosotros no; donde la corrupción se hace normal, porque ya qué, ni modo; donde la guerra se justifica, porque qué son unos muertos con tal de alcanzar la seguridad, porque al menos los paramilitares estaban del lado de los buenos; donde hasta la Feria es rutina. Los viejos siguen igual y los jóvenes, sí cambiaron, fue para hacerse viejos; y así el cielo es el de siempre.
Es el acierto de Octavio Escobar: encontrar la forma de narrar a Manizales no desde lo que cree que es, ni siquiera desde la nueva que dice ser ahora, sino narrarla desde lo que siempre ha sido, desde lo que no cambia ni se mueve por más que se uno se vaya y por más que uno regrese.
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