Orlando Cadavid


Hoy, 30 de junio de 2013, se cumple el centenario del natalicio del jefe liberal Alfonso López Michelsen, presidente de Colombia en el período 1974-1978. Se conmemora, igualmente, en pocos días, el sexto aniversario de su fallecimiento, ocurrido también en Bogotá el 11 julio de 2007.
Hijo del expresidente Alfonso López Pumarejo, arquitecto de la llamada "Revolución en marcha", irrumpió en la política colombiana cuando estaba próximo a arribar a los 50 años de edad, a través del MRL (Movimiento Revolucionario Liberal), una disidencia que, guardadas proporciones, llegó a ser comparada con la que lideró en la década del 40 el inmolado caudillo Jorge Eliécer Gaitán.
Antes de acceder al solio presidencial, el delfín fue catedrático de derecho; primer gobernador del Cesar; canciller de la república; director del semanario "La Calle" y columnista de distintos diarios del país.
Tras su óbito, nosotros decíamos que los panegiristas nos quedaron debiendo una faceta del doctor López que era un secreto a voces en todos los círculos bogotanos: la forma en que paladeaba el chisme de alto vuelo, que administraba con la misma pericia con la que manejaba los temas que suelen pasar por las manos de un hombre de Estado.
Sus amigos más íntimos lo mantenían al corriente de los comportamientos del prójimo, porque uno de sus deportes favoritos, después del golf, consistía en saberlo absolutamente todo. Cuando el runrún era de marca mayor, sumamente prometedor, no importaba la hora. Permitía que se le despertara para ponerse al tanto de la historia que acababa de entrar en circulación en el cotilleo cotidiano de la sociedad capitalina. Siempre estaba en posesión de los mejores datos, los de postín, sobre las vidas ajenas. Se llevó a la tumba los confidenciales más carnudos que no era prudente poner por escrito en los medios impresos.
Para él, el chisme era la sal de la vida; le encantaba estar enterado de los secretos de los demás, solía decir Lilia Bojacá, una veterana periodista que le hacía frecuentes llamadas telefónicas para pasarle informes detallados acerca de las parejas que se armaban y de las que se desbarataban. Al estadista le atraía más el chisme social que el chisme político.
Amante del vallenato tradicional -el de piezas maestras como "La casa en el aire", "La custodia de Badillo" o "Matilde Lina"- López despreciaba la onda actual. Se lo tiraron, comercializándolo de una manera tan bárbara, decía.
Asistió a 38 festivales vallenatos celebrados en la capital del Cesar. Él fundó el tradicional evento anual en asocio de la finada Consuelo Araújo y el irrepetible maestro Rafael Escalona, el último de la tripleta en viajar al más allá.
"Quiso tanto a esta región que cambió su MRL por el privilegio de ser el primer gobernador del departamento del Cesar", recordó la compositora Rita Fernández.
Maestro del sarcasmo, se burló de los antioqueños al llegar la hora de darles representación en su gobierno -que tuvo el atractivo de ser el primero, después de los dieciséis años de alternación entre liberales y conservadores- al nombrarles en su representación, sin el visto bueno de nadie, como ministra de Trabajo, a la polémica María Elena de Crovo, quien jamás había pisado los alfombrados salones del empingorotado Club Unión, de Medellín, porque el elitista epicentro de la sociedad paisa se reservaba el derecho de admisión.
La apostilla: A su muerte, el jefe del "Mandato Claro" dejó muchas vacantes: una, en el erosionado club de los expresidentes colombianos; otra, en el oficio de apetecido prologuista de libros; además, su condición de gran oráculo del Partido Liberal; su columna dominical en El Tiempo; su asiento por derecho propio en la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores; su liderazgo en la búsqueda del esquivo acuerdo humanitario, y el más difícil de todos los oficios: poner a pensar, supuestamente, a todos los colombianos.
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