José Jaramillo


Circula por Internet una interesante historia, acerca de un estudiante a quien se le formuló una pregunta de física, cuya respuesta era definitiva para lograr el puntaje necesario en sus calificaciones, y la respondió de una manera simplista pero cierta, apartándose de la forma como el profesor les había enseñado a los alumnos. Y ante el árbitro nombrado para el caso el muchacho planteó una variedad de respuestas, ninguna ajustada a la directriz del maestro, pero todas válidas. Finalmente el estudiante venció y obtuvo la nota que requería, con el argumento adicional de que, más allá de memorizar respuestas, había que desarrollar el arte de pensar, para proponer soluciones alternativas a los problemas, porque no siempre se encontrarían a la mano los recursos para una específica.
Eso es lo que no pasa en la administración pública, en la que prevalece el dogmatismo de una normatividad rígida; y la imaginación está ausente de las soluciones a los problemas, porque, si se aplica, "al margen de la Ley", el funcionario puede incurrir en una variedad de "delitos", así sus procedimientos hayan sido útiles a la sociedad. Ahí es donde actúan con solvencia los leguleyos, cuyos argumentos en las demandas no miran el interés general, sino que se pegan de un inciso cualquiera, puntilloso y sutil, con la intención de hacerle daño al funcionario eficiente, que supo mirar más allá de sus narices. Especialmente cuando se trata de un contradictor político. Esa práctica, absurda y perversa, es la que ha impuesto un régimen de terror en los gobiernos, que paraliza cualquier buena intención y emascula a los funcionarios eficientes, que terminan por dejarse llevar de la corriente del sistema, por temor a perder el puesto o, peor aún, a terminar con los huesos en la cárcel.
La Ley 80, también llamada Ley de Contratación, promulgada con las mejores intenciones de combatir la corrupción; y de seleccionar para los cargos públicos y para los contratos oficiales a los "más capaces y a los más honestos", como pomposamente se proclamó, terminó en una camisa de fuerza para la administración pública y en un caldo de cultivo para la falsedad en los documentos públicos, necesarios para demostrar la idoneidad de funcionarios y contratistas, aspirantes a servirle al Estado. Con el agravante de que se sustituyó "el arte de pensar" por el rigor de la norma y se proscribieron la autoformación y la experiencia por títulos que otorgan las universidades de garaje y expiden escuelas fantasmas a través de Internet, previo el lleno de un formulario simple y de la consignación de una suma determinada en una cuenta bancaria de la entidad otorgante del "título" académico. Y la selección de funcionarios por concurso de méritos no es más que una falacia, detrás de la cual están los padrinos políticos de los candidatos, para estirar y encoger puntajes a conveniencia. Por eso las administraciones públicas van, como en la canción, "un pasito pa’adelante y otro pasito para atrás".
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