Álvaro Marín


Algo tan trillado, elemental y simple como "Llegó diciembre con su alegría, mes de parranda y de animación" entraña una serie de contradicciones y de reflexiones, quizás inesperadas para una época en la que el grueso de la población está feliz por el vencimiento de términos del durísimo año en curso. La productividad del país, que venía a media máquina, pasa a la disipación total o a la licencia absoluta. Hoy por hoy, la vida gira -casi que exclusivamente- alrededor de la desesperante actividad comercial y la inagotable oferta turística tanto de élite como social.
Pero, empecemos por el principio: lo de la ‘alegría’ que promete el estribillo es tan solo un pretexto para sacar a airear viejos faroles, desapolillar marchitos adornos y desarrugar gorros de lejanas culturas con la idea peregrina de engalanar con el espíritu navideño fachadas, vitrinas, oficinas e interiores de casas. Es una alegría falsa porque no toca el alma. Sigamos con la ‘parranda’ que, para el efecto, no requiere demasiada justificación, porque vivimos en el país del jolgorio sin que importen los motivos ni la disponibilidad presupuestal. Como si fuera poco, dicha parranda desborda con creces este mes fugaz, y se alarga, incluso, hasta bien entrado enero, cuando el nuevo año ya empieza a coger impulso. El último rubro de la canción es la ‘animación’ y allí es donde empieza Cristo a padecer…
Para quien garrapatea estas líneas, el profundo sentido de Navidad se quedó anclado en la orilla distante del río que viene de la infancia, a la sazón, con unas tradiciones y expectativas diametralmente opuestas a las actuales, circunstancia que deja un inconfundible sabor de nostalgia. Tal vez las creencias de nuestros mayores se habían encargado de otorgarle una atmósfera deliciosamente misteriosa a esta temporada, cuyo eje era la espera del Niño Dios, y el pesebre era el punto central de las celebraciones. Por aquel entonces predominaban las cancioncillas de esperanza, no existía el ‘jo-jo-jo’ postizo, ni renos voladores, ni pinos foráneos -si mucho, un chamizo con algodones-, ni la parafernalia extraña a nuestras costumbres como la nieve, Papá Noel, santa Claus o San Nicolás, ni el montaje alienante del consumismo que convierte cualquier fruslería en oportunidad de negocios y en referencia obligada para estar a la moda, es decir, a tono con las últimas tendencias.
Entonces, los sentimientos ancestrales, que creaban un entorno cálido para propiciar el reencuentro familiar y el repaso de los mejores momentos, pertenecen a un antiguo álbum de recuerdos que en la actualidad están a años luz de lo auténtico, carecen de emoción, valor y significado, porque estamos inmersos en el torbellino de una temporada utilitarista y estridente, desalmada y frívola, deslumbrante y vacía, individualista y plástica, hedonista e inhumana.
Ahora bien, la Navidad ha sido esencialmente la fiesta de la niñez, aun cuando ésta tampoco escapa a la escalada comercial que envuelve con su manto mercantil estas fechas familiares. Ése es el germen nocivo que se disemina por el globo como una plaga voraz. Y allí es, precisamente, donde la Navidad pone su nota amarga, pues en el gran mundo de la miseria y las carencias, que es el real, millones de pequeños, repartidos en ciudades y campos, tugurios y selvas, no obtendrán respuesta tangible para sus sueños. Tendrán sus manos llenas de frustración como fruto de la desigualdad globalizada y del olvido sempiterno. Las figuras míticas, criollas y forasteras, que protagonizan la gran jornada de compras en diciembre son excluyentes: solo se pasean por los congestionados centros comerciales de los estratos pudientes y por las autopistas iluminadas que promueven los negocios en la red.
Es obligatorio mirar el aspecto dolorosamente humano de esta temporada. Esperemos, al menos, algo que es gratis: una breve tregua en la pugnacidad política del momento y en las diatribas recalcitrantes en contra y a favor de la paz, aunque de todas maneras vayamos a tener, sin atenuantes cosméticos, una Navidad negra como lo pregona otro aire popular.
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