Cristóbal Trujillo Ramírez


Hemos sostenido, desde hace mucho tiempo, en esta columna que educar es ante todo un acto de amor; esta afirmación en su plenitud, defiende el respeto por ella; no es sentimentalismo, es sinceridad; no es vacuidad, es ética; no es mojigatería, es reconocimiento de la dignidad de los seres humanos. La brutalidad no educa, endurece. Las malas maneras solo enseñan malas actitudes; la violencia engendra odios, no aprendizajes; la agresividad aleja, el conflicto distancia; existen muchas formas de maltrato hacia los niños, muchas manifestaciones de desamor y muchas carencias y limitaciones en el cultivo de lo que bien podríamos llamar pedagogía de la ternura. El amor genera la creatividad de los detalles. Para educar a los niños hace falta respetarlos y quererlos. De la simbiosis del respeto y del amor brotará el trato delicado, nacerá el cultivo de los detalles. La violencia, la rudeza, la falta de sensibilidad son la antítesis de la educación, porque constituyen un atentado contra la dignidad de la persona; invadir su espacio, quebrantar su llanto, interrumpir su ruido, violentar su silencio son formas agresivas de intervenir un estado de ánimo de cualquier ser humano, máxime si se tiene en cuenta que los resultados de dicha intervención no son, en muchas ocasiones, ciento por ciento efectivos. Creo que el amor, el respeto y la consideración por el otro son aspectos fundamentales y pedagógicos; educar, formar por fuera de estas dimensiones me parece sencillamente imposible, a lo mejor logremos una acertada instrucción, tal vez alcancemos algunas respuestas acertadas en los niveles de mecanización, pero educación y formación, definitivamente no. Estas dimensiones solo se trascienden con pasaportes de afecto y ternura.
Alfredo Hoyuelos habla de "la pedagogía del moco". No hace mucho escribió en la revista Infancia un breve artículo titulado "Buenas ideas: La pedagogía del moco". Cita en ese artículo el didáctico texto "Educar en el asombro", de Catherine L´Ecuyer, y hace referencia a una interesante distinción entre rutinas y rituales en la escuela, que la autora plantea en dicho libro. "La rutina, como una repetición monótona de actos mecánicos inconscientes, aburridos y sin sentido puede alienar a los niños, niñas y personas adultas. En cambio, el ritual es una rutina con sentido, humanizada y consciente". Quitar "los mocos" puede ser una rutina, pero debería ser un acto con categoría de ritual.
Creo que es un bello ejemplo para convertir la educación en una rutina con sentido, es decir, en un ritual. Así como el niño debe sentir incomodidad por la presencia del moco, el estudiante debe sentir malestar con su ignorancia. Así como hay que explicarle al niño la limpieza que se le va a practicar, así también, el estudiante debe tener conciencia del aprendizaje que se busca mediante la pedagogía. Lo mismo que con el niño se debe utilizar un pañuelo limpio, suave y una práctica delicada, con el estudiante se deben seleccionar los mejores métodos, las didácticas más flexibles y los ambientes más amigables para ejecutar la tarea educativa. Finalmente, así como el niño siente y expresa placidez por su nuevo estado de limpieza, así la acción emancipadora de educar debe provocar en el estudiante un nuevo estado de liberación y satisfacción.
La invitación es a maestros y a padres de familia a practicar la "pedagogía del moco", que acertadamente nos sugiere Alfredo Hoyuelos y a hacer del acto de educar un hermoso ritual que trascienda las fronteras del alma, sobrepase los límites de lo desconocido, estoquee el corazón del hombre y de la mujer y, finalmente, se anide en el cerebro humano donde gravita el potencial de sus decisiones.
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