Álvaro Marín


Para estar a tono con la época del consumismo extremo, ahora la decadencia de la sociedad viene en varios empaques, tamaños, colores, sabores y diversos sinsabores.
En materia de educación y cultura no hay nada de qué hablar. Las normas de convivencia y comportamiento social están mandadas a recoger, pues los principios éticos, morales y disciplinarios son asuntos de un pasado romántico porque no reportan utilidades en metálico. ¡Para qué llover sobre mojado!
El problema actual es aún más serio, y se palpa en el deterioro creciente del orden público y de la paz social. El clima de zozobra que campea por ciudades y campos es tan solo una consecuencia de las políticas centralistas, excluyentes, equivocadas e inequitativas con las que se ha maltratado al sector productivo básico, que está encarnado por la población más vulnerable y con menos oportunidades del país. Así las cosas, tras varias décadas de olvido sistemático se fue incubando el malestar que al fin hizo metástasis en todo el territorio colombiano. Ya conocemos parte del desenlace, porque las medidas tomadas hasta el presente equivalen a pañitos de agua tibia que intentan sofocar el devastador incendio del descontento nacional.
En ese río revuelto resulta ostensible y perniciosa la acción de un puñado de oportunistas que han urdido con precisión quirúrgica, habilidad felina y cálculo político, métodos y estrategias de desestabilización, cuyos oscuros propósitos amenazan con exterminar lo que queda de coexistencia civilizada.
El desprecio por la autoridad legítimamente constituida es otro componente que le echa más leña al fuego. Hemos llegado a un estado de cosas en las que también se pierde el sentido de las proporciones, los límites de las libertades, la frontera entre derecho a la protesta y el desenfreno del vandalismo salvaje, entre la indignación y la dignidad humana. Como si faltara algún ingrediente, encontramos excesos adicionales por cuenta de los medios de comunicación, que, tras la primicia y la sintonía, buscan con afán las más sensacionalistas noticias y las imágenes más dolorosas. Y, quién lo creyera, el inusitado poder de las redes sociales también actúa como detonante de los conflictos, multiplicador de la intolerancia, catalizador de los resentimientos y la pugnacidad. El hecho de lograr promover protestas y movilizaciones conduce a la masificación de la voluntad y el pensamiento colectivos que constituye el peor escenario para el diálogo y los acuerdos. La masa no piensa, solo actúa bajo el desenfreno y el libertinaje: no crea, destruye.
Ya era suficiente con la industrialización del sicariato: tenemos por costumbre contabilizar las balas que traspasan con certera cobardía a los jerarcas de cualquier iglesia, al juez o fiscal valeroso e independiente, al periodista vertical, al niño campesino, al aprendiz de soldado, al policía soñador, al sindicalista solitario, a la madre soltera o cabeza de familia, a la niña con todos los sueños por estrenar, al muchacho anónimo, al pequeño recién nacido o por nacer, al desempleado sin esperanza, al profesional con taxi, al abuelo sin memoria, en fin, sin distinción alguna, el frío de la muerte deja esa marca mezquina en la frente de cualquier persona, en cualquier esquina por cualquier pretexto, a pleno colofón la complicidad sórdida de la noche. ¿Será que, además, tendremos que habituarnos al vandalismo irracional disfrazado de protesta pacífica? ¿Será posible más degeneración, mayor degradación?¿Será que el narcisismo de algunos ‘caudillos’ continuará ejerciendo una oposición destructiva?
Coletilla. El general ecuatoriano Paco Moncayo Gallegos pasó por Manizales en una visita de buena voluntad altamente aleccionadora. Durante tres días compartió la extraordinaria experiencia del rescate del centro histórico de Quito que, como alcalde, encontró sumido en la anarquía y el caos ocasionado por diez mil vendedores informales acantonados en los más bellos y valiosos sitios de esa capital. Nuestro burgomaestre, que recibió invitación a todos los actos no asistió a ninguno y, peor aún, no tuvo la delicadeza de brindarle un tinto en su despacho para intercambiar impresiones. En conclusión, entre el brillante Paco y un opaco funcionario, solo hay un gran alcalde de diferencia.
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