Óscar Dominguez


Siguiendo a Marx (Groucho, no Carlos), evito los clubes que puedan acogerme entre sus miembros. Por lealtad a mi ideólogo, llevo el INRI de cusumbosolo. El adagio nos avala a los solitarios: el buey solo bien se lame.
Estamos por crear la tertulia de los cusumbosolos con el colega Diego Aristizábal, con quien comparto ciudad, Bogotá. No nos hemos reunido porque sería ir contra los estatutos: más de dos por tertulia es muchedumbre.
De pronto nos encontramos en algún parche, pero él no me ve. Yo tampoco. Hemos llegado al virtuosismo de pelearnos por ser el primero en no ver al otro. Son las reglas de juego. Tiene razón Diego cuando afirma que uno se las da de solitario y de inmediato es sospechoso de todo. De aberraciones inconfesables, para empezar.
También de haberle prestado el fuego a Nerón para incendiar a Roma, y a Eróstrato para quemar el templo de Efeso; de haberle robado la carta a Napoleón que a partir de entonces, se mantenía con la mano entre el bolsillo de la casaca.
Cusumbosolo que se respete tiene cara de infiel, de "haberse robado las llaves de la noche". Diego y yo tenemos esa cara.
Cuando me las doy de solitario siento que le doy al mundo la oportunidad de que se desencarte de mí. Por unas horas nada más.
Uno de mis placeres de ocioso jubiloso jubilado es perderme en la urbe. Es cuando ejerzo el derecho a ver no ver a alguien. (Por supuesto, sé que ese alguien me paga con idéntica moneda).
A veces reencuentro rostros con telarañas que habían desaparecido de mi disco duro. Nos encontramos en las arrugas que nos descubrimos.
Es rico entrar en una liberadora sala de billar, a ver cómo una trinidad de marfil se da contra las paredes.
Visito alguna Iglesia no para pedir más, sino para no tener menos. Eso ya es ganancia.
Vale la pena ingresar a algún club de ajedrez a buscar a nadie, y a observar jugadores que enrocan corto, o hacen algún sutil -o inútil- sacrificio de torre.
Un mimo tristemente feliz estampará una sonrisa de papel en la solapa del saco a cambio de una moneda que lo hará 200 pesos menos pobre.
De pronto verás a un raponero que les regalará a los transeúntes una improvisada carrera de 100 metros planos por una billetera que cambió de dueño.
La dueña del restaurante meridiano donde te cambian la sopa por huevo adicional, o por un patacón, se alegrará de verte después de una prolongada ausencia. Confiesa que te creía cargando gladiolos en el barrio de los acostados.
El menú del caminante incluye visita al museo Botero a detallar la pintura del único Picasso que verás en tu vida. O comprar en la librería agáchese la novela que buscabas. O que te buscaba.
Agotada la agenda, se impone el regreso al cambuche. Se mantienen las ganas de repetir ese rejuvenecedor ritual de golondrina solitaria.
Quedé de reunirme con mi amigo Diego para poner en marcha la Asociación de Consumbosolos de Colombia, ASOCCO. Él será el presidente perpetuo por derecho propio, como creador. Yo el vicepresidente y aguatero, un destino que me encantó desde que supe de su existencia dentro de la burocracia del fútbol. No tenemos afán. Sería violar el reglamento.
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