César Montoya


Con este título se escribió un tango cantado por Raúl Iriarte con la orquesta de Miguel Caló. Qué gran poeta fue Enrique Cadícamo que se inventó, en veinticuatro letras, un profundo compendio de melancolía. Vivimos en reversas sentimentales con un venerado santuario de recuerdos. Desde los primeros pasos vacilantes, allá en la lejanía de las madrugadas, hemos ido coleccionando historias que el hilo del tiempo destiñe y que apenas la memoria palpa.
Entre neblinas imprecisas, con ojos infantiles, medimos el tamaño de los paisajes, los declives de las cordilleras, la hebra musical de los ríos. No valorábamos el trino de los pájaros porque apenas fuimos diestros en el manejo de caucheras homicidas. En ese fluir de las pequeñas crónicas saltan los charcos hondos, espumosos y provocativos, en quebradas familiares en donde estirábamos el cuerpo y lo sumergíamos en veloz competencia con nube de peces plateados. Niñez de travesuras candorosas.
Vino después el gólgota de los primeros amores, que dejaron cicatrices insanables. No sabíamos el lenguaje de las conquistas y ellas y nosotros descubrimos los entresijos de la pasión con besos fugaces y un corto vocabulario de inocentones monosílabos. Las citas con la nerviosa colegiala eran furtivas, adicionadas de mensajes enviados por el correo bribón de las niñas celestinas. Adorables noviazgos, con retablo de boleros escuchados desde los postigos entreabiertos por la quinceañera vivaz, a escondidas de progenitores regañones. En las misivas se intercalaban pétalos de rosas bermejas, o el dibujo de un corazón acribillado de lanzazos.
Más tarde llegaron los desvíos. Es sorpresivo y brusco el despertar de los sentidos con el desfogue de los instintos. Aparece la seducción de las mujeres dadivosas con su oropel de bohemias intensas. Fue esa una cátedra sin profesores, de amargas lecciones repetidas, sin culminar jamás los doctorados en la universidad del amor. ¡Qué difícil es el gobierno de los sentimientos! El cerebro previene, maneja equilibrios, advierte peligros. Pero el corazón es ciego y no oye las campanas. Se desboca con frenesí sobre una pista que desconoce límites.
Todos, en mayor o menor intensidad, hemos trasegado los senderos de la entrega, dominados por la fuerza desatada de un destino irrenunciable. Etapa delirante, de efluvios enfermizos, oprimida la libertad por las cadenas de unos ojos de fuego, por la tersura de un cuerpo con delicadas líneas de guitarra, por los resuellos en el oído de una voz femenina que enerva y embriaga. Esa es la estación del éxtasis.
De esos marasmos surge la vocación consciente por la intemporalidad. Brotan los músicos, se descubren los poetas, y en los socavones de esa embriaguez, los escritores se ensimisman en largas temporadas de aislamiento para crear novelas imperecederas.
Todos requerimos de un silencio aislado, buscándonos hacia adentro, hurgándonos, para reencontrar las disciplinas severas que nos colocan sobre el yunque de la vida. Somos esclavos de las circunstancias. Los episodios súbitos crean momentos de dolor o felicidad que modifican los itinerarios. Estamos sometidos a reprogramaciones continuas, avanzando y retrocediendo, con enfoques optimistas o saboreando la cicuta de la adversidad. Somos unos filósofos elementales, unos exploradores que nos internamos en las selvas que cubren el espacio de nuestro corazón.
Sí, los recuerdos tallan, son un túmulo de ausencias, una fraterna comunidad de desdichas; pocas veces tienen el clímax de los intensos goces. Son un difuso aire de bohemia, un dolor sentimental inubicable que no marchita, tienen el rostro de una mujer que nos persigue. Nos torturan con sus visitas para rondar en la mente como una obsesión indesprendible. Están ahí, siempre.
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