Pablo Mejía


Darse una vuelta por el centro de la ciudad es como recorrer un mercado persa, y más en esta época cuando se acerca la Navidad. Qué mundo de chucherías, qué desorden, qué proliferación de baratillos. Por fortuna ya no están con nosotros aquellos insignes comerciantes que dieron lustre a ese gremio, porque los hubiera matado la pena moral al ver los locales donde funcionaron sus reconocidos almacenes ocupados ahora por ventorrillos donde ofrecen mercancías de cargazón. Claro que viéndolo bien, los comerciantes formales tienen que competir con los vendedores callejeros que invaden el espacio público y ofrecen fruslerías a muy bajos precios.
Lo que me da golpe es ver cómo se contamina nuestra cultura con costumbres de otras latitudes. Porque ahora años las ventas navideñas empezaban a mediados de diciembre y eran muy escasas; los pocos vendedores informales aparecían por estas fechas a ofrecer musgo en la carrera 23, en el andén detrás de la Catedral. También vendían papel encerado y unos años después empezaron a recostar contra la pared de la Basílica algunos pinos recién cortados, los cuales se utilizaban como árbol de Navidad. Esos vendedores solo regresaban en vísperas de Semana Santa, cuando ofrecían en el mismo sitio los ramos de palma para la procesión correspondiente.
La costumbre de utilizar un pino natural, y después sintético, como árbol navideño, fue importada del hemisferio norte porque antes preferíamos viajar al páramo a cortar un chamizo para tal menester; de una vez recogíamos el musgo para el pesebre en las cañadas del sector. La cultura ecológica no existía y para la gente era normal cometer semejante atropello contra la naturaleza. No había felicidad igual a emprender ese paseo un domingo de diciembre, con un buen fiambre, para conseguir los materiales. Subíamos por la carretera hacia el nevado y a la altura del Cerro Gualí, cogíamos la desviación para los termales y allí nos dábamos un baño. Después a buscar el chamizo ideal, lo que requería de mucho tiempo porque como todos opinábamos al respecto, no era fácil ponernos de acuerdo sobre cuál era el mejor; luego de amarrarlo en el techo del jeep procedíamos a recolectar el musgo y nos íbamos para la casa a seguir con los preparativos.
Como pedestal para el chamizo se usaba un tarro grande de galletas de soda, bien cuñado con piedras y arena, y luego le pegábamos motas de algodón y escarcha para adornarlo. No quedaba sino colgarle las guirnaldas y unas bolas de colores, delicadas como cáscaras de huevo, que mi mamá recomendaba manipular con mucho cuidado para no romperlas; claro que entre mayor era la cantaleta, más bolas terminaban vueltas añicos. Para el pesebre teníamos guardadas unas cajas de cartón, de diferente tamaño para darle relieve, que cubríamos con papel encerado y después todo iba forrado con musgo, para acomodar los diferentes trebejos que sacábamos de una caja llena de polvo y telarañas.
La diferencia con el consumismo que nos agobia en la actualidad es que entonces los adornos navideños eran los mismos para todos los años. Rara vez había que reponer alguna cosa y para ello bastaba ir al almacén de don Benjamín López, frente al parque Caldas por la carrera 23, donde vendían desde la instalación eléctrica hasta las ovejitas de plástico. De manera que todo el material para arreglar la casa de Navidad cabía en una cajita mediana de cartón, a diferencia de ahora que esos cachivaches ocupan grandes empaques que no encuentra uno dónde guardar.
Hoy en día la oferta de artículos y adornos navideños es ilimitada, y muchos almacenes solo abren sus puertas durante la temporada de fin de año para ofrecer árboles de todos los tamaños, luces, colgandejos, estrellas, guirnaldas, farolitos, velas y peluches; disfraces, delantales, manteles, servilletas y demás prendas diseñadas con motivos relativos al tema; muñecos representativos del Papá Noel para todos los gustos y presupuestos; y hasta cambian los colores tradicionales, rojo y verde, para innovar de alguna manera.
En el centro de la ciudad los vendedores ambulantes ofrecen mercancías a precios ridículos, y se pregunta uno cómo traen una instalación eléctrica desde China, bien empacada, con muchas luces e intermitencias, y la venden a esos precios. A lado y lado de la vía pueden verse almacenes y vitrinas a punto de vomitarse, de lo atiborradas, donde presentan todo tipo de cachivaches. Y la gente compra y compra, sin importar que en sus casas ya no quepa un alfiler, y en enero empacan toda esa mugre y la guardan durante el año, para adquirir más en la próxima temporada y así engrosar el menaje.
Nos dejamos influenciar de otras culturas y ahora vemos que al Niño Dios lo remplazó Papá Noel, con su trineo y los renos encabezados por Rudolf; un pino artificial cumple la función del chamizo; muchos cambiaron el pernil de cerdo de la cena navideña por un pavo insípido y el desayuno con tamal por waffles y panqueques; los villancicos y las tarjetas son en inglés; utilizan botas navideñas así no tengan chimenea; y réplicas de muñecos de nieve adornan los jardines. La fritanga fue remplazada por jamón serrano, aceitunas y queso holandés, los buñuelos por muffins y brownies, y hasta el aguardientico pasó a mejor vida, porque ahora se estila brindar con vino. No queda sino decir: ¡Merrycrismas-an-japiniuyiar!
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015