César Montoya


Necesité el tiempo de un suspiro para leer -Carlos Arboleda- tu ensayo sobre el tango. Tu escrito añorante, es el enfoque de un intelectual sobre esta música que interpreta el alma de la pampa, con su mensaje de lacerantes reflejos en los conflictos del corazón. Con talento olfativo, y en lejanía, husmeas sobre los meandros de la pasión amorosa, para desentrañar, como buen psicólogo, los interrogantes que se esconden detrás de las guitarras y el bandoneón.
Yo, Carlos, en remota juventud traviesa, viví, en todas las dimensiones, los enigmas de su letra, más la embriaguez de los violines y acordeones en alboradas de ensueño. Cuando el erotismo está en su clímax, cuando las bocas dan mordiscos y el corazón pierde su control, nada mejor que el tango que es un grito desesperado en el borde del abismo. El coqueteo a las vampiresas, es un escape para regustar las delicias pasajeras de los amoríos.
Mosaico hermoso el de las bohemias. Caras sombrías marcadas por ausencias. Rostros aprehensivos de quienes llegan al suburbio en afanes sociológicos. Parejas jóvenes, ágiles para danzar con acróbata locura. Rumiadores de melancolías. Enterradores de tristezas. Las rupturas creaban desolaciones insoportables, con dimensiones de tragedia. El enamorado que es abandonado, hace reflexiones autodestructivas, premedita la muerte como solución a sus desesperos. Pareciera que el mundo se le desploma encima.
Nada mejor que la noche en las tabernas tangueras para compartir el calvario del desamor. Esa es la hora de los balances, de los interrogantes pesarosos que no desatan, sin embargo, los nudos esclavizantes de los delirios eróticos.
Todos allí, en ese terraplén de sentimientos, visten tonalidades de escándalo. Faldas vistosas, collares de fantasía, cuerpos descorbatados e indumentarias sin aliño, son un embrujado marasmo de colores. Los enamorados gustan de los soliloquios. Abren ojos absortos, parpadean, los cierran como si fueran cremalleras, y otra vez regresan a los atisbos sobresaltados.
En cuántas noches, Carlos, navegamos en el océano de los nepentes, con una seductora mujer al lado, deteniendo el avance de las horas. Era aquel un estado morboso con temperaturas de alto voltaje, una enfermedad dichosa para las intimidades. En las alboradas todavía crepitaban los rescoldos de las fogatas. Se abrían las mañanas con sus paisajes opacos, con las sombras que se diluían ante las pisadas de la aurora. Los últimos sorbos del licor eran el capítulo final que servían de prólogo a las confidencias de las alcobas, con el arrullo de un tango tristón.
Carlos, "confieso que he vivido", como de sí escribiera Pablo Neruda. Las tuve todas. Quinceañeras, de primaverales energías selváticas, con cuerpos inexpertos que se asustaban cuando aprendían los abecedarios de la entrega. Infieles que gustaban de las vespertinas y de los secretos cómplices. Morenas con sus júbilos carnales, de boca grande y con cintura estrecha. Madrugadoras con dedos sonrosados, piel de carmín, proclives a los tanteos. Unas, retraídas y tímidas y otras, generosas que desabrochaban el corazón en el clímax de las capitulaciones. Tengo un diccionario femenino ya en desuso por el ocaso de mi almanaque.
Carlos, vivo de la nostalgia. Hacia adentro como un rumiador. Alfredo Lepera autor de la letra del tango "Volver" registró en los labios inmortales de Carlos Gardel, la congoja del peregrino que, en el atardecer, contempla los jirones de su vida. "Volver, con la frente marchita/ las nieves del tiempo platearon mi sien/ Sentir que es un soplo la vida/ que veinte años no es nada/ que febril la mirada/ errante en la sombra/ te busca y te nombra/ Vivir, con el alma aferrada/ a un dulce recuerdo/ que lloro otra vez".
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