Flavio Restrepo Gómez


La realidad en Colombia supera con mucho la ficción. No terminamos de sorprendernos con algún acontecimiento demencial, en el que se demuestra a diario en nuestro país, que la vida vale nada. Creemos que hemos llegado al fondo, pero no es cierto. Nunca tocamos fondo.
Al otro día hay algún nuevo evento, que es peor que el anterior, que nos muestra la brutalidad sin límite de muchos de nuestros compatriotas, el nivel de degradación al que han llegado en su quehacer cotidiano, la absoluta falta de escrúpulos y de límites en todo lo que tenga que ver con la violación a los derechos humanos, la destrucción de todos los valores, el atropello de todas las normas, la violación de todos los principios. Testimoniamos en el día a día, la debacle de una sociedad llena de sociópatas y sicópatas, que escriben a diario, con sangre, las peores páginas de nuestra historia, las que nos causan vergüenza a todos, esas ante las cuales hemos sido tan permisivos, tan olímpicamente despreocupados, tan faltos de solidaridad y de unión.
En nuestro país se han puesto en práctica las peores acciones de las que pueda hacer gala el ser humano. Las víctimas son los niños, son nuestros hijos. Es esa población vulnerable a la que debemos todo el respeto, la misma a la que debemos prestarle toda la atención y toda la protección. Pero no lo hacemos. Ya nada parece conmovernos.
Hemos llegado al extremo en esta cloaca en que convertimos nuestra Nación, de tener la monstruosa realidad de mantener en una cárcel, convertido en falso pastor, a un violador y asesino de niños, que no tiene el menor asomo de culpa o arrepentimiento, por sus actos criminales. Nuestros niños expuestos a diario a criminales con comportamiento de bestias, sin tripas, cínicos, desalmados.
Y para completar el cuadro desesperanzador, nuestras leyes, tan blandas con los peores criminales, han ido obligándonos a ser testigos de la protección que le tiene que dar el Estado a los delincuentes mayores, como esa que se le da a un animal humano como Garavito, porque nuestros legisladores, hombres que no han tenido los pantalones bien amarrados o mujeres con las faldas flojas, tomando la decisión y el acto de decencia que reclama Colombia, legislen para que criminales de ese tipo, no tengan derechos especiales, distintos a los de cualquier presidiario, para acceder a la protección del Estado, que gasta millones en gente como él. Unos parlamentarios que tengan la berraquera suficiente para que los condenen a la pena capital, para que no existan en nuestro país, alimañas humanas, que burlan la ley y se ríen de Colombia.
No tenemos futuro, mientras sigamos permitiendo que los delincuentes puedan burlar las leyes fácilmente, que tengan ejércitos de leguleyos, abogados que por dinero hacen cualquier cosa, que terminan salvándolos de castigos que en otras latitudes, menos indecentes, serían ejemplarizantes.
Uno de nuestros problema más grandes hoy, sin duda alguna, es la impunidad absoluta de violadores de niños, de mercenarios reclutadores de menores para hacerlos actores de una guerra que no les pertenece, o los caballeros de industria que han convertido la prostitución infantil en un lucrativo e indigno negocio. Negocio de vergüenza, que para quien lo patrocina, debía implicar de inmediato la pena mayor, sin contemplación de clase alguna y sin rebaja de condena por motivo cualquiera.
Los insurgentes, ese grupo de alimañas humanas que han convertido a Colombia en un mar de sangre, han tenido dentro de sus variadas acciones de guerra, todo lo peor que se pueda escribir sobre falta de límites y escrúpulos, pero ahora llegaron al punto máximo, reclutando niños, la mayoría de las veces de veredas y del campo, niños indígenas y campesinos, para convertirlos en máquinas de muerte, arrancándoles de un solo tajo la oportunidad de vivir de manera decente, sin ser sometidos al crimen infame de alienarles sus conciencias y cercenarles sus ilusiones. Los que no están obligados por los insurgentes, están en el Ejército, prestando el servicio militar, porque en Colombia los hijos de los poderosos, de los políticos, de los dirigentes, jamás lo prestan, y son exonerados, pobres niños, de la obligación que debía ser igual para todos.
El relato es espantoso. Entregarles piezas de cadáveres para que los niños y niñas las carguen, se les pudran en sus mochilas, con el fin de arrancarles de un tajo el miedo, el pudor, la sensibilidad y la inocencia, es un crimen de lesa humanidad que debe ser penalizado severamente, porque son ellos los que desde esos centros de reclutamiento de menores, nos están construyendo un verdadero ejército de personas que se educan con el lavado de cerebro, en el que se les obliga a pensar que la vida vale nada y que la muerte es un trofeo, el parte de victoria con el que se ufanan los criminales que las cometen o las patrocinan.
¡No mas niños en la guerra! Tenemos que unir esfuerzos para hacer cumplir los derechos de los niños y respetar el Derecho Internacional Humanitario.
Los niños en Colombia deben estar en las escuelas. No pueden ser más el escudo humano que utilizan los delincuentes para cometer sus crímenes.
Los cuentos de Seguridad Democrática y Prosperidad Democrática, son pantomimas faraónicas, en un país que no siente vergüenza de la guerra y no se conduele con sus niños víctimas.
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