La corrupción, la hipocresía y la humillación, hacen parte inevitable de nuestra democracia, son "beneficios" tan cotidianos como el paisaje.
Las imágenes que vemos a diario para algunos no tienen relevancia social. Un hombre furioso, dueño de un apartamento, pierde el control y descarga su ira contra el celador o portero del edificio; simplemente porque no le ayudó a cambiar una llanta de su vehículo; golpea y agrede con las palabras más hirientes a una persona que no se atreve a defenderse, simplemente por su situación desventajosa; si lo hace, puede perder su empleo. ¡Nadie confronta al bellaco y maldito pendenciero!
Vivimos en la cofradía de la humillación, vileza o degradación cotidiana, socialmente avalada, principalmente por algunos políticos y mediocres personajes que ocupan algunos cargos en el Ejecutivo. Es la humillación diaria y permanente, tan patente como invisible.
Desde luego que en todas partes hay violentos, que se encienden con cualquier desventura o problema, por pequeño que sea. Si les sirven el café frío o muy caliente, le avientan el pequeño recipiente a la persona que tienen al frente, así sea la abnegada empleada doméstica. La abyección o bajeza siempre la ejercen contra el más débil. El altruismo o generosidad la tienen otros. De esos perturbados no podemos esperar lecciones de cultura. Su patología es tan personal, que es difícil de tratar.
Por eso, algunos "acaudalados", quienes ocupan posiciones ventajosas, se sienten en una categoría superior, pensando como estúpidos e intentando tratar a sus semejantes como sus esclavos o sus vasallos. La aparente ventaja económica, la convierten en una autorización para el atropello y el insulto. Están convencidos de que las personas distintas a ellos solo viven para practicar el servilismo; sus caprichos están por encima de todo. Cualquier reparo que se les haga, es la insubordinación inaceptable de un infrahumano.
Desgraciadamente, muchas personas toleran el agravio del "rabioso". Otros, no defienden al agredido ni contienen al agresor. No hacen nada; parecen consentir de algún modo el atropello. Actúan como borregos; padecen silenciosamente el ultraje, resignados a una especie de régimen imbatible. ¡Mamola! Desafortunadamente, parece que entre nosotros se ha establecido un régimen de humillación que convierte en normal el atropello del rico, el insulto del acaudalado y el maltrato de quien se cree tener más. Esos personajes abundan en los "clubes"; simplemente son lagartos arribistas o trepangos. Creen tener el derecho a vejar, a maltratar... los otros tienen el deber de aguantar la descarga, sarta, letanía o retahíla de odio y desprecio. Vivimos en una cápsula donde se ejecuta de mil maneras la humillación, en su expresión más brutal y maniática. La cofradía de la afrenta y la degradación se expresa así... en la rabia de un mediocre; quien es tan pobre, que solamente tiene dinero.
La humillación es una experiencia cotidiana, es la vivencia común de todos los días en un país como el nuestro, habituado a la impunidad ostentosa de una maldita casta. Simplemente, la humillación es una maña, costumbre, rutina o hábito nacional. Está tan arraigada, que se confunde con el lenguaje y con el humor. Vemos en la TV, grandes muestras de afrentas y degradación; los insultos de los violentos, con capturados por las cámaras, con el gracejo y donaire de nuestros comediantes. Nuestra rutina es hablar del otro como objeto, el hábito es degradarlo y ofenderlo.
La intención o propósito central de la política, dice el filósofo político Avishai Magolit, es combatir la humillación; aparentemente fundar o crear una sociedad decente, en la cual las instituciones y las prácticas no humillen a nadie. Debemos buscar y por lógica encontrar, la plenitud de la justicia pero... estamos haciendo todo lo contrario.
Tenemos la obligación de construir instituciones, que traten con dignidad a todas las personas, generando de paso la cultura por el respeto. Pero... como decía un brillante expresidente, "Colombia es un país de cafres", muchos actúan como bárbaros, la crueldad es demasiada. Nuestra sociedad es permisiva con estos personajes. Debemos de tener la energía y la autoridad moral, para ser intolerantes a cualquier gesto de humillación. Humillar u ofender a otro, es arrebatarle con la palabra o la acción, su condición como persona.
Nos humillan los burócratas que quieren tratarnos como "fichas" o números; también nos humillan aquellos fisgones que invaden nuestra intimidad, dando consejos no pedidos. Humilla también la pobreza, la desigualdad, la exclusión y la corrupción que se pasea por todas partes. En fin... la utopía de la decencia, es ganar para todos un trato digno.
¿Será mucho pedir?
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