Jorge Enrique Pava


Andaban presurosos detrás del líder que tenía toda clase de consideraciones con ancianos harapientos y niños mocosos. Parecía que estuviera aún en su campaña para la alcaldía. A pesar de llevar cien días en el poder, posaba airoso ante las cámaras, sonreía jubiloso como modelo de farándula, se acercaba sin escrúpulos a esos olores propios de los tugurios que no han sido objeto de un detergente durante años. En pocas palabras, era el salvador de esas clases necesitadas que por fin obtenían la mirada de su gobernante todo poderoso. Y su séquito tenía que seguirlo paso a paso, preferiblemente dejándose ver para ganar sus querencias.
Hoy era viernes, día de vestirse con ropa ligera, sin corbata ni trajes elegantes. Hoy podían estar informales, porque el jefe máximo también lo estaba, y habían recibido la instrucción clara (o, más bien, la orden precisa) de que todos los colaboradores inmediatos debían vestir como él lo hiciera. Tenían que enterarse de cuál iba a ser su indumentaria para saber cómo seleccionar la vestimenta. ¡Eso era gobernar! ¡Eso era liderazgo! ¡Eso era un alcalde de verdad! ¡Por fin había llegado alguien que lograra uniformar a su gabinete!
¿Y el almuerzo? ¡Nada! Si mucho, una gaseosa con pan o un refresco con alguna parva de tienda. Los viernes eran días de faquirismo y de ayuno. Eran días de demostrar que se estaba con el pueblo y había que hacer rendir las horas para agotar las memorias de las cámaras de periodistas que, pagados a míseros precios, perseguían al omnipotente jefe durante sus largas correrías por las calles de la ciudad.
-¡Tapen ese hueco!- ordenaba firmemente el mandamás. -¡Una aspirina para este niño desvalido y enfermo!- reclamaba airoso en otra calle. -¡Un cuaderno para la niña de saquito rojo!- gritaba cerca de la escuela del barrio. -¡Bravo! -Vociferaban al unísono sus colaboradores quienes, obligados, asistían a ese consejo comunitario y lo hacían más solemne, más aparatoso, más rimbombante.
Esos eran los viernes típicos del nuevo mandatario.
¿Y para él? Una exposición de su ego, de su prepotencia, de su fabuloso poder... Una demostración de mando y dominio que lo hacían sentirse soberano. Era un nuevo faraón, un nuevo conquistador de tierras incultas, un nuevo mesías...
Cerca de las seis de la tarde acababa con la farsa. Se sentía físicamente agotado de ordenar, de gritar, de vociferar, de untarse de pueblo, de ‘gobernar’. Ya estaba pletórico de adulación, de aplausos, de lisonjas. Y se desplazaba para su casa; pero no era la hora de pisar este mundo terrenal, ni de perder el tiempo en tonterías ni trivialidades mundanas. En ese lugar y en todos los que pisaba, esperaba ser igualmente adorado, venerado y adulado, y eso lo hacía comportarse como un tirano con quienes lo habían acompañado en sus peores momentos y lo habían ayudado a ser lo que hoy era.
Ya ese comportamiento le había acarreado serios problemas con sus mentores políticos y con quienes le habían aportado dinero y votos para su triunfo. Hasta sus hombres y mujeres de confianza se sentían apabullados, maltratados, acorralados. Se sentían injustamente tratados y oprimidos bajo una dictadura inabordable. Desde hacía algún tiempo había dado muestras de su ingratitud y de su doblez y eso sería lo que lo llevaría a la ruina personal y familiar.
Porque un día aciago para él, la vida empezó a cobrar venganza. Los índices de popularidad descendieron vertiginosamente; en los barrios era prácticamente ignorado, pues nada de lo que prometía en esas visitas aparatosas se cumplía, y los problemas crecían sin control. Los políticos que otrora fueran sus aliados lo aprendieron a conocer y le quitaron todo su respaldo. Su deslealtad, su prepotencia, su autoritarismo, su grosería, su omnipotencia, hicieron que con el tiempo se le perdiera el respeto y pasara a ser odiado y repudiado. Ya ni su familia ni sus amigos existían para él, pues en los momentos de gloria los despreció y los hizo a un lado, ocasionando que se alejaran, obligados en principio, y posteriormente se apoderara de ellos el desamor y la indiferencia.
¡Riiiiinnnnn! En esas me despertó el ruido espantoso del timbre de alarma; pero esta vez sentí alivio, tranquilidad, paz... Se trataba de una pesadilla en la cual obraba como protagonista mi amigo el Alcalde, quien hoy se apresta para celebrar sus cien días de gobierno. Los cien días del ya inabordable Jorge Eduardo Rojas; del alcalde que aún no aterriza y para quien pasan los días en medio de actos demagógicos, peleas intestinas y ojos puestos en un espejo retrovisor, con tal aumento que lo enceguece para mirar hacia delante.
Ojalá, por el bien de la ciudad, esa pesadilla no se convierta en una realidad. Ojalá no sea una premonición; ojalá logre volver a su verdad terrenal en un corto tiempo; ojalá la vida no le alcance a pasar su cuenta de cobro porque ella repercute en contra de los manizaleños que estamos tan aporreados por nuestras propias iniquidades.
¡Cien días! Es muy poco tiempo para juzgar a una administración, pero el suficiente para medir la respuesta hacia unas necesidades sentidas que no muestran ningún asomo de alivio. Es el tiempo suficiente para hacer un llamado a la reflexión y para decirle a nuestro Alcalde que, cuando menos piense, su mandato se habrá acabado y Manizales podrá estar también estancada en el tiempo. Decirle que de las vanidades solo queda el resquemor; de la prepotencia, los odios; de la soberbia, el arrepentimiento; y de la deslealtad y la felonía, la ruina personal. Y esos males en los amigos, duelen. ¡Por eso no me quedo callado! Tal vez mañana me lo agradezca.
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