César Montoya


Cerca de Quito queda la mitad del mundo. La explanada es grande con un alto y ancho monumento en el centro, coronado por una réplica oval de la tierra. Cercan este espacio pequeños almacenes atestados de baratijas y de restaurantes especializados en comidas típicas. El peregrinaje es masivo y se descarga en los oídos una indescifrable babel de idiomas. Hacen su agosto fotógrafos populares que acomodan los turistas en poses imaginativas para documentar el recuerdo de las añoranzas camineras. Allá dicen que este es el camino del sol.
Hay, escritas en pizarras, una sutil interpretación de las estaciones del año.
Del 21 de marzo al 21 de junio invade la primavera con ventarrón alegre. Macolla la naturaleza, trepidan las alboradas, se abren las ventanas, revientan las esclusas del aire que invade a bocanadas con audibles tintineos matinales. Renacen los verdes estridentes, el corazón se tonifica y del espíritu se apodera el equilibrio, la armonía y los valores espirituales.
El verano encaja en la tierra un amarillo de fuego del 21 de junio al 23 de septiembre. Los calcinantes rayos solares secan los maizales, maduran las frutas, la luz penetra con potencia todos los resquicios del mundo. Es la estación de la insurgencia, del clamoreo juvenil y del imperio de la voluntad.
La madre tierra entra en celos reproductivos, con ansias de siembra, entre el 23 de septiembre y el 21 de diciembre. Es el otoño con sus rojos dorados. Las tardes son de rosicler metálico, con dispersos arreboles sangrientos y un agitado balanceo de despedida. Todo es vital. El campo abre su vientre para las fecundaciones.
Reina el azul entre 21 de diciembre y el 21 de marzo. Meses de inviernos inclementes, propicios para la introspección, para peregrinar hacia el interior del alma. Se hacen cálculos, la vida se plasma en contabilidades espirituales, se fijan metas y se planifican renovaciones.
Es bella la ciudad de Quito. Ocupa un largo girón de tierra recostado sobre una ladera apacible. La ciudad antigua parece una réplica de la castellana Cartagena de Indias. Calles estrechas, balcones señoriales, con un diluido aire de antaño. Crece verticalmente la urbe, con vigor inusitado, cuajándose de edificios imponentes. Es febril la vida diurna y son tranquilas sus noches.
Por las calles de Quito, cuando todos duermen, se desliza el cuerpo impalpable de Manuelita Sáenz que anda buscando las delicias fornicadoras del Libertador. En las madrugadas, evadida del frío camastro del doctor James Thorne, pobre marido de cuernos adornados, sus sandalias adulterinas rozan suavemente la tierra, gateando sobre el potro del deseo hacia el complaciente nido de Bolívar. Aún se oyen los jadeos de la pareja insaciable, sus tiernos quejidos y la tranquila descarga de las palabras después de los resuellos amatorios.
Ciudad de iglesias y conventos. Siempre tuvo una tradición de campanas litúrgicas, de seminarios con rumores evanescentes de cantos gregorianos, de capirotes morados que cubrían las testas de los piadosos servidores de Dios.
La campiña alta de Quito, junto a los volcanes, colindando con la nieve, es de placidez idílica. Allí reina un silencio profundo solo violado por el mugido del ganado. Son extensos los potreros cubiertos por vacadas rumiadoras, sorprendidas de pronto por un toro zalamero que le hace carantoñas a las novillas vírgenes. De esos páramos sale la leche para proveer la demanda de tres millones de habitantes.
Gratos recuerdos de esa hermosa tierra libertada por Bolívar quedan sembrados en la memoria. Ramiro y Jimena fueron pródigos en el afecto y son -ellos dos- la vitrina de una patria que los colombianos queremos como hermana.
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