Luis F. Molina


Dos individuos de origen checheno se convirtieron en cuestión de horas en el par de personas más buscadas del mundo. Su figura de sospechosos del ataque a la Maratón de Boston el pasado 15 de abril funcionó para que de la noche a la mañana perdieran hasta sus derechos de Miranda.
La noche de ese lunes fue de plena desesperación. Los bostonianos y muchos habitantes de Estados Unidos habían vuelto a aquel status quo de temor y paranoia. Nuevamente, una tragedia propinada por anónimos terminaba con la tranquilidad de un día típico de alguna capital de EE.UU.
Apenas se conoce que en medio de la calma que reinó antes del 15, Rusia había informado al FBI sobre los problemas y conflictos sociales de los hermanos Tsarnaév, principales sospechosos de instalar las bombas de fragmentación en la recta final de la maratón. Uno ya está muerto y el otro se encuentra en recuperación en un hospital local luego de ser capturado en un operativo que le tomó a la policía del Estado de Massachusetts y al FBI más de ocho mil hombres.
Quienes vimos por horas la operación policiaca, notamos un exceso de los medios y de la fuerza militar para dar con el paradero de los presuntos responsables del ataque, mediáticamente reconocido como terrorista. Tal vez ya somos insensibles ante esta clase de eventualidades.
Los momentos que siguieron a las explosiones y la cobertura mediática fueron un pasaporte al tiempo para recordar los fatídicos instantes del 11 de septiembre de 2001. La televisión se acompasó con las redes sociales para proyectar una cara de preocupación y confusión. Sus reportes citando múltiples fuentes relataban la tarde de un país que se paralizaba a causa de un par de relativos antisociales.
La historia la hicieron los medios de comunicación. Sus reporteros en el sitio narraban minuto a minuto lo que ocurría en las calles de Boston. De inmediato, datos inconclusos e innecesarios inundaban los generadores de caracteres de la televisión y suplían con dudas el anecdotario de tranquilidad en la región de Nueva Inglaterra.
No se puede generar ninguna conclusión por ahora. El único comentario que se alza en estos días es que la herida causada por el terrorismo en EE.UU. sigue igual que hace diez años. Es un boquete abierto que todavía expulsa desconfianza entre nacionales y foráneos.
Ese mismo lunes, en Venezuela se sorteaban el destino entre unos cuantos. La razón es que lo que el chavismo construyó por años debía conservarse de acuerdo a la filosofía del actual primer mandatario Nicolás Maduro Moros. Nunca la falta de garantías poselectorales había sido tan evidente en alguna nación como en el vecino país.
Un acto tan elemental en unos escrutinios como un reconteo de las papeletas es vedado por la titular del Consejo Nacional Electoral de Venezuela sin convencer en sus explicaciones.
Lo más preocupante por estos días es la desesperación en la que ha caído la oposición liderada por Henrique Capriles Radonski. La polarización ha generado en las calles de Caracas un brusco encuentro de la pirotecnia oficialista con lo ensordecedor de un cacerolazo opositor. Capriles solamente guarda una salida a esta encrucijada política: Debe mantenerse como un veedor ciudadano de un gobierno que lo tiene todo a sus pies.
Ante las dudas sobre la legitimidad de la elección de Maduro no se puede hacer nada. La verdad es simple y se podía esperar.
Nota: Una semana como ésta, pero en 1989, más de 100 mil estudiantes chinos se reunieron en la Plaza Tiananmen para protestar en contra del gobierno autoritario de la República Popular China. El Ejército Popular de la Liberación reprimió la concentración estudiantil. El saldo estimado y todavía desconocido es de unos 2,500 muertos y más de 7 mil heridos. El gobierno chino se excusó de los problemas por haber decretado Ley Marcial. La lucha estudiantil dio frutos aunque todavía se mantenga una sucia estela de censura en el gigante asiático.
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