César Montoya


Tienen los poetas un valimiento inabordable que los separa del común de los mortales. Poseen un raro hálito para desintegrar estéticamente los componentes de las cosas, con una medida que se libera de las exactitudes matemáticas. Ellos suman sueños, almacenan nostalgias, menudean tristezas y sus balanzas confrontan las prosas camineras, con una visión selectiva que reúne los elementos invisibles de la naturaleza. El rapsoda es un oteador de alboradas, un despertador de sinfonías, un creador con ojo celestial. Ven lo que otros no captan, pernoctan en los aposentos de las nubes y en las madrugadas saben cómo se picotea para que la aurora nazca. El poeta no camina, levita; no habla, gorjea; tiene un cerebro solo sensible a la belleza.
Estas palabras tienen que ver con Javier Arias Ramírez. Este vate tuvo un destino de amarguras. Fue un guiñapo llorón, un pedazo de carne en abandono. Sus ojos asustados de búho sobresalían por los destellos sobre un sendero de dolor que en paradójica ventura, habrían de consagrarlo como un mimado de las estrellas. Su perfil de anacoreta mefistofélico era anguloso con trazos de locura. Era un Rasputín sin barba, sin apetito por las alcobas matrimoniales, pero en cambio era un sodomita desbocado, un libertino sexual. Cultivaba un huerto en donde eran fértiles los pecados capitales; allí se enzarzaban entre abrojos punzantes sus conquistas nocturnas, que él sabía consentirlas con un suave vendaval de besos. El sino de su vida lo arropó con frazadas de miseria, con gritos desesperados por el pan de cada día, por la tragedia de un mañana siempre más hostil. A pesar de ese entorno carcelario encontró luces en las tinieblas de sus ocultas guaridas.
Sus ojos taladraban el físico mundo adyacente. Su mirada era oblicua y maliciosa, además sarcástica y humillativa. Pobre de indumentaria, sabía disimular esas precariedades con insolencia, minimizando el perfil de sus contrarios. Disminuía el tamaño de su contraparte con un lampo de luz desmenuzante, bagatelando las imperfecciones ajenas. Eran sus ojos venenosos, propios de un rebelde indomable.
Metafísicos eran sus oídos. La música celeste que solo él escuchaba, penetraba por la malla de sus despiertos sentidos. Las danzas que resonaban en la cumbre de sus fantasías las trasladaba a la textura de versos cantarinos con ritmo musical. Las estrofas de sus poemas tienen el vaivén rumoroso de los oleajes, en la sima con filosofía existencialista y en la cima con ramilletes de espumas sonoras.
Su gusto fue plebeyo. Tuvo un trajín pobre de alimentos, escasez de vitaminas que, sin embargo, le sostuvieron sus rutinas de itinerante. Nadó en los alcoholes y su lengua descubrió los secretos sabores que tiene el licor de las mandrágoras. Suyas fueron las alboradas frenéticas, el arrebato del sexo, el escondite para los regodeos sentimentales.
Su olfato era certero. Lo enervaba el tibio olor de los púberes y perseguía en el aire la estela que dejaba el vagabundaje de los Roby Nelson. Tenía una pituitaria infalible para los perfumes que deja el pecado.
El tacto lo enloqueció. Descubrió que la piel joven tiene pigmentos afrodisíacos, y a esa ingobernable tendencia consagró todos los tanteos de su morbosidad. Al ludimiento inclinó sus apetencias. Supo del suave tintineo de los poros cuando son provocados por el potro del deseo. La lujuria se desportilla por todos los pliegues del cuerpo, por los éxtasis de los descubrimientos amatorios, por esa locura transitoria que destruye talanqueras con un final de sofocos tranquilos. El tacto fue el estuario que le sirvió al poeta de convergencia a sus desvaríos saturnales.
Javier Arias Ramírez es un vivo símbolo de la poesía colombiana. Supo ser. Conquistó un nicho en la gloria de los inmortales. No está solo en ese estadio ilímite de la fama. Raúl Gómez Jattin, Barba Jacob y Fernando Mejía Mejía son sus contertulios en ese imperio en donde reinan los que dejaron surcos sembrados de esplendor intelectual.
Su patria chica, este Aranzazu que llevamos cosido en las paredes del alma, determinó por voluntad de la administración regida con talento por Gabriel Zuluaga, encargarle a José Miguel Alzate, otro orate que vendimia riquezas espirituales, acopiar, en un tomo de oro, el deambular de Javier Arias Ramírez por las regiones de los astros.
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